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Diario del Confinamiento. Las tribulaciones de mi colega

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Juan José Fernández Palomo

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Me escribe un amigo que es, de profesión, ladrón. Así al menos se define, ladrón de guante blanco, concreta, sin llevar armas ni atentar contra persona alguna.

También le gusta jugar con el misterio que encierran las palabras, estudió filología pero no acabó, da igual. Cuando ya sabíamos a qué iba a dedicar su vida, a los compañeros solía decirnos que él quería ser un “chorizo albino”, y esto, según él, era un buen chiste, “por lo del blanco del guante y tal”, explicaba. En fin.

Me cuenta que la cosa está mala en su gremio. Que el estado de alarma y la consiguiente orden de confinamiento ha hecho que la gente, obviamente, esté en casa más tiempo que antes y, así, sea muy difícil asaltarlas sin liarla parda (que no es su estilo).

A él le gustaría contar con la complicidad de las fuerzas de seguridad –no sería la primera vez- para que detengan y sancionen a los que se saltan el confinamiento y se van a sus segundas residencias. Así, por lo menos tendría un “nicho de negocio”, me explica. O bien, que las autoridades sean más laxas y así poder asaltar las primeras residencias.

No lo tiene claro, como tanto trabajador en esta época tan rara.

Porque él se considera un trabajador autónomo de la llamada economía sumergida, “como tantos otros”, matiza, y apunta que son necesarios para la cohesión social “pese a que les pese a los idealistas”.

Tiene cierta esperanza en que la “desescalada” del aislamiento social le dé alguna oportunidad de seguir desarrollando su trabajo más o menos como antes. Aunque abomina de la palabra “desescalada” y la cambiaría por “descenso” o “abolición progresiva” –ahí, de nuevo, su rigurosa vena filológica-.

Mi amigo -lo sé- sin forzar una ventana, sin hacer ruido, sin despertar sospechas, ha sido capaz de llevarse entero un juego de cristalería de Sévres, un equipo de backline de los Rolling Stones o una vajilla de La Cartuja de Sevilla, entre otros enseres.

Él lo cuenta con su eterna ironía lingüística: “Yo no he roto un plato en mi vida”.

Hoy, como tantos, se siente un poco atribulado ante el futuro.

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