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Sobre este blog

— Y bien, ¿qué tiene que decir del procesado?

— Pues poca cosa, señoría: se dice que se le puede encontrar habitualmente en el estrado, sentado en el lado de la defensa. Abogado, graduado en filosofía, profesor e investigador universitario y esforzado karateka, se le suele ver pedaleando, casi como si de un ritual se tratara, desde su despacho hasta la Ciudad de la Justicia, la Facultad de Derecho o el tatami.

Padre de dos niñas, he leído que, además de diversos artículos, ha escrito los libros La posverdad a juicio. Un caso sin resolver (Premio Catarata de Ensayo) y Leer lo correcto. El proceso como una de las bellas artes.

— ¿Y cree que debería el jurado creer lo que nos cuente?

— Eso, señoría, ya no me corresponde a mí decidirlo. Lo que sí le puedo asegurar es que se trata de alguien que no da nada por sentado, menos aún cuando la justicia o la razón están en juego.

— Está bien. Gracias por su testimonio. Visto para sentencia.

Anatomía del silencio

Silencio

Javier Vilaplana

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Una de las diversas formas que hay de interrogarse acercarse del poder —ese algo que, como le ocurre a la idea del tiempo, sabemos qué es a condición de que no nos pidan que lo definamos— tiene que ver con el silencio, es decir, el poder entendido como la capacidad de imponer, o de evitar, que se pueda tener la boca cerrada. La vinculación entre poder y silencio.

En el mundo del derecho resulta patente esa conexión, ya que, luego de no pocas luchas y reivindicaciones, el silencio se ha podido erigir y garantizar como un auténtico derecho fundamental que, precisamente, se ejerce frente al poder del estado. Así las cosas, poder guardar silencio y no estar obligado a declarar se antoja, sin duda, como una de las principales conquistas de una ciudadanía que dispone así de resortes para defenderse frente a la poderosa maquinaria policial o judicial. Piénsese en los procesos inquisitoriales —o más recientemente, en los juicios sumarios propios de regímenes dictatoriales— en donde la actividad probatoria de cargo se fiaba a la confesión del acusado, quien no podía resistirse a un poder —en no pocas ocasiones brutalmente ejercido mediante la tortura— que le sustraía de la posibilidad del silencio y que le imponía la inexcusable obligación de declarar y reconocer los hechos —reales o no, qué importaba eso— objeto de pesquisa.

En la vida pública también es fácil atender a la capacidad del poder para, en este caso contrariamente a lo que sucedería en la recién referida esfera judicial, imponer un selectivo silencio a quien pueda parecer sospechoso de genuina (o inventada) disidencia, acallando —de muy diferentes y creativas formas— las voces discrepantes. 

También podemos reparar en el místico, pero igualmente eficaz, silencio que cierra el sacramento de la confesión católica y que impide a quien ha escuchado cualquier crimen o falta poder denunciar lo que se le ha confiado, por odioso o depravado que el testimonio —seguido, obviamente, del necesario y beneficioso arrepentimiento— pudiera haber sido.

El silencio impuesto de estas y otras semejantes maneras se presentaría así como la némesis del diálogo público, el cual implica una sucesión interminable de palabras por parte de los intervinientes, todos con igualdad de oportunidades para participar libremente en cualquier debate de trascendencia ética o política, es decir, en cualquier asunto de los que nos atañen, nos apelan y sobre los que, como cantaba Aute, nos va la vida en ello.  

Sin embargo, más allá del ejercicio ostensible del poder político —sometido a la crítica propia de la “luz y los taquígrafos”— hay zonas de penumbra en las que no es tan evidente cómo se ejercita el poder o cómo se despliega su capacidad de sembrar silencios más o menos conscientes, más o menos cómplices. Y es que, si bien el ejercicio y la lucha política han intentado, mal que bien, doblegar el hambre de silencio de algunas instituciones del estado, todavía queda mucha tarea pendiente en orden a tratar de domesticar esos otros poderes salvajes —el mercado, los lobbies de presión, los grandes grupos de comunicación o las propias redes sociales— de los que lleva tiempo advirtiéndonos el gran jurista italiano Luigi Ferrajoli. Poderes que actúan sin apenas cortapisas y que imponen un silencio sutil que, disfrazado de supuesta libertad, se concreta ya en un inevitable dejarse arrastrar que disuade de decir no sigo apostando en este descarnado casino en el que todo está en juego y en el que todo se compra y se vende (pero la banca siempre gana); ya en un “corta y pega” cultural y emocional que adormece, acalla y narcotiza la verdadera creatividad individual ejercida en comunidad; ya en la imposibilidad de hacer algo tan aparentemente trivial, y sin embargo hoy tan radicalmente subversivo, como decir, simplemente, “preferiría no hacerlo”.

Todo poder aspira, inflexible, a la totalidad. Sin embargo, como nos recuerda el escritor griego Theodor Kallifatides en El asedio de Troya —su entrañable revisión de la Ilíada contada por una maestra de escuela—, el sabio Fénix tuvo que explicar al todopoderoso Aquiles que, en realidad, solo la muerte es inflexible y que la gente inteligente debe ser flexible sobre todo cuando hay razones morales de peso para serlo. Razones, en definitiva, para poner, cuando toca, el grito en el cielo.

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— Y bien, ¿qué tiene que decir del procesado?

— Pues poca cosa, señoría: se dice que se le puede encontrar habitualmente en el estrado, sentado en el lado de la defensa. Abogado, graduado en filosofía, profesor e investigador universitario y esforzado karateka, se le suele ver pedaleando, casi como si de un ritual se tratara, desde su despacho hasta la Ciudad de la Justicia, la Facultad de Derecho o el tatami.

Padre de dos niñas, he leído que, además de diversos artículos, ha escrito los libros La posverdad a juicio. Un caso sin resolver (Premio Catarata de Ensayo) y Leer lo correcto. El proceso como una de las bellas artes.

— ¿Y cree que debería el jurado creer lo que nos cuente?

— Eso, señoría, ya no me corresponde a mí decidirlo. Lo que sí le puedo asegurar es que se trata de alguien que no da nada por sentado, menos aún cuando la justicia o la razón están en juego.

— Está bien. Gracias por su testimonio. Visto para sentencia.

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