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Sobre este blog

— Y bien, ¿qué tiene que decir del procesado?

— Pues poca cosa, señoría: se dice que se le puede encontrar habitualmente en el estrado, sentado en el lado de la defensa. Abogado, graduado en filosofía, profesor e investigador universitario y esforzado karateka, se le suele ver pedaleando, casi como si de un ritual se tratara, desde su despacho hasta la Ciudad de la Justicia, la Facultad de Derecho o el tatami.

Padre de dos niñas, he leído que, además de diversos artículos, ha escrito los libros La posverdad a juicio. Un caso sin resolver (Premio Catarata de Ensayo) y Leer lo correcto. El proceso como una de las bellas artes.

— ¿Y cree que debería el jurado creer lo que nos cuente?

— Eso, señoría, ya no me corresponde a mí decidirlo. Lo que sí le puedo asegurar es que se trata de alguien que no da nada por sentado, menos aún cuando la justicia o la razón están en juego.

— Está bien. Gracias por su testimonio. Visto para sentencia.

La vital

Autobus del ingreso Mínimo Vital en Córdoba

Javier Vilaplana

8 de octubre de 2025 20:00 h

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Hace unos días se hizo viral —esa expresión que alude a un continuo suceder de tormentas que tienen lugar dentro de un vaso de agua y que tal y como llegan, se van— un sensacionalista y sesgado sucedáneo de reportaje en el que diversas personas del Sector Sur de Córdoba manifestaban que no habían trabajado nunca, ni pretendían hacerlo en un futuro, y que subsistían gracias a la vital, es decir, al ingreso mínimo vital, esa prestación económica configurada como un derecho subjetivo que vio la luz en el BOE de 21 de diciembre de 2021 por virtud de una Ley que pretendía avanzar en la lucha contra la desigual distribución de la renta que padece nuestro país.

Como es sabido, uno de los principales teóricos de la renta básica universal es el filósofo belga Philippe Van Parijs, que lleva años auspiciando esta propuesta radical que enlazaría con el ideal marxista de justicia por el que cada cual contribuiría voluntariamente según sus capacidades y, consecuentemente, recibiría en función de sus necesidades.

Reconozco que siempre he sentido una inexplicable mezcla de admiración y recelo por quienes se mantienen firmes en sus convicciones —no tanto en quienes se aferran a sus posiciones— de las que no dudan ni se apartan, en modo alguno, caiga quien caiga o suceda lo que suceda. También, pero en un capítulo aparte, siempre me ha sorprendido e inquietado quienes, a la primera de cambio, ya tienen conformada una firme opinión sobre casi cualquier cosa que la vertiginosa realidad pueda ofrecernos: algo, por inesperado o peregrino que pueda parecer, acontece y ya saben qué pensar sobre ello. Sin fisuras, como los planes perfectos de los atracadores de las películas.

Pues bien, en este momento de sinceridad y confesión, he de admitir que, sobre el papel y con la teoría en la mano —y ya se sabe que la práctica y la teoría son iguales en teoría, pero muy diferentes en la práctica— siempre me coloqué en el banco de la defensa de la hipótesis de implementar una renta básica universal, un derecho a una prestación económica mínima, de carácter incondicional, a favor de cualquier ser humano por el mero hecho de serlo. Me parecía, tal vez ingenuamente, que era una forma de aliviar los injustos efectos de la lotería genética y social de cada cual. Un pequeño muro de contención frente a la pobreza más extrema.

Sin embargo, caricaturescas exhibiciones como las que se pretendían poner de manifiesto en el reportaje de Antena 3 al que aludía hace unos párrafos, pueden hacernos creer que la vital no funciona si se concede de manera incondicional, si no se acompaña de un compromiso real de búsqueda de empleo o, sobre todo, si quien la recibe no se muestra agradecido con ella y con los demás que cotizamos y tributamos para que pueda percibirla. Algo así como el mendigo que recibe una limosna a la puerta de misa y no exagera su beata gratitud y su propósito de enmienda.

Y claro, con este panorama, parecería razonable dudar de las propias convicciones —siempre contingentes y constantemente impugnadas en un sano, pero ingrato, ejercicio de escepticismo; más aún en cuestiones que tienen que ver con asuntos políticos o éticos— y plantearse que el ingreso mínimo vital bien podría vincularse a alguna suerte de condicionamiento de tipo material como el más evidente y ya aludido de buscar trabajo. Sin embargo, el principal déficit de la vital, podría cifrarse no tanto en que no se articule entorno a ninguna suerte de compromiso objetivo, cuanto que corre el riesgo cierto de quedar desvinculada de un mínimo deber (ético) subjetivo para con el propio estado del bienestar.

Trato de explicarme, y para ello echo mano de los planteamientos del pensador canadiense Gerald A. Cohen, un marxista analítico para quien la mera modificación de la estructura en la que se inserta nuestra vida —y aquí podemos situar la implantación de una renta básica universal— no habría de resultar suficiente para abordar ni el problema de la desigualdad ni la cuestión de la lucha entre el egoísmo y la solidaridad. Y esto sería así dado que el sistema capitalista en el que estamos encarcelados —se trata de un régimen en el que la supuesta libertad o la oportunidad enmascara la coerción o el imperativo— nos ha amoldado o domesticado dirigiendo nuestro comportamiento hacia posturas individualistas y egoístas que la mera estructura legal del estado, el BOE si se quiere, no puede por sí mismo revertir sin la concurrencia de una “revolución en el sentimiento o en la motivación” que vaya más allá, en definitiva, que la mera “revolución en la estructura económica”.

Por lo tanto, si nos empeñáramos, tan sólo, en el simple diseño o implementación de un sistema jurídico, de unas reglas económicas o de una organización social tendentes a conquistar mayores cuotas de igualdad o de justicia —lo que no es poco—, todavía nos quedaría una importante y trascendental tarea por delante, pues siendo todo aquello necesario resultaría insuficiente si no viene acompañada de una voluntad, una predisposición, una tendencia o una querencia —un ethos, según lo califica Cohen— de una ciudadanía que encamine sus propias decisiones bajo parámetros de justicia. Es decir, saberse copartícipes de un proyecto común que a todos nos concierne y nos interpela. Y responder desde una visión y un compromiso ético, más que por mor de una coerción legal. Hacer lo correcto y reconocerlo cuando otro lo hace.

Hay momentos en los que, en lugar de afanarnos en buscar más allá con nuevas leyes o nuevas exigencias que nada cambien, tal vez convendría quedarnos más acá, en la educación política, la convicción moral, o la interiorización y la costumbre —el ethos— de un actuar solidario, justo y en comunidad con quienes conviven entre y con nosotros. Admitiendo y valorando una apuesta por un sistema que nos exija el mejor de los comportamientos éticos posible y nos ofrezca, cuando vienen mal dadas, un refugio contra la tormenta.

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— Y bien, ¿qué tiene que decir del procesado?

— Pues poca cosa, señoría: se dice que se le puede encontrar habitualmente en el estrado, sentado en el lado de la defensa. Abogado, graduado en filosofía, profesor e investigador universitario y esforzado karateka, se le suele ver pedaleando, casi como si de un ritual se tratara, desde su despacho hasta la Ciudad de la Justicia, la Facultad de Derecho o el tatami.

Padre de dos niñas, he leído que, además de diversos artículos, ha escrito los libros La posverdad a juicio. Un caso sin resolver (Premio Catarata de Ensayo) y Leer lo correcto. El proceso como una de las bellas artes.

— ¿Y cree que debería el jurado creer lo que nos cuente?

— Eso, señoría, ya no me corresponde a mí decidirlo. Lo que sí le puedo asegurar es que se trata de alguien que no da nada por sentado, menos aún cuando la justicia o la razón están en juego.

— Está bien. Gracias por su testimonio. Visto para sentencia.

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