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Trileros

Manuel J. Albert

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El sistema es sencillo. Solo requiere de tres elementos mínimos. Primero, un tipo que mueva la bolita a toda velocidad. Segundo y más importante, un incauto que se deje enamorar por la facilidad de un juego que ofrece máximo beneficio al mínimo esfuerzo. Y con total facilidad para acertar. Por último, hace falta un gancho. Este es el típico que pasaba por ahí, gana la apuesta y se lleva su dinero para asombro del incauto. Alguien que, por supuesto, está en el ajo y se lleva parte de sus ganancias desplumando al segundo. Son los trileros. Tan viejos como el hambre.

En la historia de los últimos años de este país, tengo claro quién movía los cacitos y quién apostaba su dinero, quién era el estafador y quién el incauto. Lo que no sé es si ha habido muchos ganchos en la debacle trilera de la economía. Tal vez lo eran, sin querer, todos aquellos que, en la época boyante, cumplían puntualmente con sus obligaciones con los bancos. Quienes demostraban que una hipoteca podía pagarse, viviendo con cierta tranquilidad la presión de cumplir las letras cada mes. El ejemplo era claro, real y, en general, nada dramático.

Todo ello, sumado a la facilidad del banco y la confianza con todo tipo de aparentes prebendas ventajosas, daba como resultado un sentimiento de apremio tal, que uno, poco menos que se sentía un iluso si no aceptaba poner su granito de arena en aquel gran juego. ¿Dónde está la bolita? ¿Aquí? ¿Aquí? ¿O aquí?

Que los bancos jugaban con truco ya lo sabemos. De que las empresas lo hicieran, empezamos a darnos cuenta -de verdad- ahora. Los buenos trileros, los buenos estafadores cambian las reglas a medida que se desarrolla el juego. Hacer una reforma laboral por sorpresa es justamente eso. Permitir que las empresas despidan a profesionales sin tener pérdidas, solo con el mero cálculo de que puedan sufrirlas, aúpa a la estafa a un nuevo nivel. Ahora el trilero ha retirado directamente la bolita oculta. Ya no está. Ya no existe. La última y mínima posibilidad que le quedaba al incauto de poder ganar el juego, se ha perdido. Un Expediente de Regulación de Empleo masivo, hoy en día, es un ejemplo perfecto. Pero el trilero te sigue obligando a apostar, a seguir jugando. A pesar de que no haya leyes, moral ni, por supuesto, bolitas.

Cuando era niño, en Barcelona, mi padre y yo solíamos pasear los sábados por la tarde. Muchas veces llegábamos hasta Las Ramblas. En ocasiones, nos cruzábamos con trileros. Mi padre tiraba de mí para no pararnos. Me podía la curiosidad y me quedaba mirando todo el rato que duraba nuestro paso acelerado por delante de ellos. Alrededor de una mesita de camping, una pequeña nube de gente. Tres cacitos y una bolita. Nada más.

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