Consulto el BOE de las palabras de mi lengua, que se llama Diccionario de la Real Academia Española, y me dice que “insulto” significa “acción y efecto de insultar” que, a su vez, es “ofender a alguien provocándolo e irritándolo con palabras o acciones”. Hay un americanismo gracioso: “encolerizar” y en esto me acuerdo de mi padre que solía decir “¡no me endemonies!”
En nuestra lengua el insulto ejemplifica muy bien eso de las funciones del lenguaje de las que hablaban Jakobson y sus primos los estructuralistas: la necesidad de que intervengan el emisor, el receptor, el canal, el mensaje, la pragmática de la situación y esas cosas que intervienen en el proceso comunicativo.
Por eso el que profiere un insulto necesita a un receptor que se ofenda o se “encolerice” o se “endemonie”, si no, el insulto como tal se pierde, se vacía de significado.
A mis pocos muy buenos amigos suelo decirles: “madridistas” como para insultarlos. Elevando el tono y, a veces, apoyándome en la muletilla “…de mierda” que siempre funciona.
Pero es que son aficionados, muy mucho, del Real Madrid; así que el insulto pierde bastante su función primigenia, aunque yo, culé, lo pronuncio con la mayor de las vehemencias.
La verdad es que a mí me gustan los insultos arcaizantes tipo “panoli”, “majadero”, “berzotas” o “botarate”, pero son tan de tebeo que mueven más a la sonrisa que a otra cosa.
Últimamente observo que se generaliza el uso de “comunista” como insulto. No lo entiendo. Si, en el acto comunicativo, el receptor de ese mensaje no se endemonia al escucharlo es realmente un insulto de mierda. Parece el resultado de una pataleta de quien no tiene muchos argumentos.
Pero así están las cosas en estos tiempos tan poco argumentativos.
Un insulto bueno es “hijo de la grandísima puta”, un poco largo pero tiene de todo: machismo, degradación y fonéticamente imbatible con esa “d”, esa “p” y esa “t”.
Por eso yo lo uso poco. Pero ganas dan.