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Un mundo perfecto

Luis García

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No conozco ningún cineasta actual tan afortunadamente imprevisible como ese volcán de apariencia gélida, gesto duro y sobrio y expresividad barroca llamado Clint Eastwood. Me refiero al Eastwood posterior a Bird, esa desgarradora obra maestra que lograba describir las entrañas, los tormentos, la complejidad emocional, el ruido y la furia, el lirismo, la intensidad vital y la asumida autodestrucción del escalofriante Charlie Parker.

Recuerdo con mucho cariño su adaptación de un maravilloso libro de Peter Viertel, Cazador blanco, corazón negro, un extraordinario homenaje al legendario y compulsivo John Huston, en el que su admiración no nublaba su sentido crítico sobre las consecuencias de su obsesiva aventura africana. El tono sombrío, realista y desmitificador de la genial Sin perdón (“cuando matas a un hombre no sólo le quitas todo lo que tiene, sino también todo lo que podría llegar a tener”, confesaba la tenebrosa desolación del pistolero William Munny) no le impedía la paradoja de apostar por un final épico. Crítica, Oscar y público han reconocido el aliento y la factura de un clásico, la definitiva redención artística de un hombre que desperdició su inmenso talento con excesiva y taquillera frecuencia.

El Eastwood director, a diferencia del expeditivo individualista al servicio del Orden que tantas veces encarnó como actor, no cree en el sueño americano ni en la abstracta aunque bien promocionada grandeza de su país. En la desasosegante, triste y honesta Un mundo perfecto, su penetrante mirada vuelve a fijarse en los perdedores, en la turbadora relación entre un endurecido adulto al que masacraron emocionalmente en su infancia y un niño hipersensible y receptivo educado en un hogar deshecho y puritano al que utiliza como rehén después de fugarse de la cárcel. La fascinación, el desconcierto y el terror inicial de este Jim Hawkins ante su aparentemente feroz Long John Silver se transforma progresivamente en una inolvidable y tierna historia de amor y de amistad.

Carreteras comarcales y cielos limpios (Eastwood renuncia por primera vez en su cine a la fotografía oscura) ambientan el viaje iniciático de ese crío que descubre el juego, el peligro, la violencia y la aventura junto al padre soñado. La inicialmente tensa y después fluida comunicación entre la inocencia de ese niño y la implacable transgresión que representa ese eterno presidiario educado desde siempre en la supervivencia, está narrada por Clint Eastwood con pudor y lirismo, complejidad y sutileza, conocimiento y cariño hacia sus problemáticos personajes, despreciando la carnaza sensiblera y los vendibles convencionalismos que podía ofrecer el tema. Nada está forzado, no hay trampas, no hay maniqueísmo, no hay moralina. Hay sentimiento de tragedia, miradas y gestos que revelan el mundo interior y las sensaciones compartidas de esta atípica pareja. Y también, emoción ante la cercanía de la pérdida.

Eastwood está enamorado de la epopeya interna y externa que viven la Bella y la Bestia, pero ese amor no le bloquea ni le hace olvidar al Orden que les persigue, ni tampoco consiente un final feliz para los rebeldes que desafían las reglas establecidas. Ese Orden lo representa un sheriff humano, pragmático y escéptico poseedor de un progresivo complejo de culpa y mala conciencia al descubrir su vieja y tortuosa relación con el hombre al que debe atrapar; una sofisticada psicóloga, experta en patologías y comportamientos criminales, que percibe las limitaciones de la ciencia para prever o explicar el corazón y las reacciones de los que atraviesan situaciones límite; y un killer legalizado del FBI que disfruta con la cacería y prescinde de la personalidad y las contradicciones de la pieza que le han encarado abatir. Eastwood controla admirablemente la tensión dramática, sortea los tiempos muertos y crea un impresionante clímax en la conmovedora media hora final.

La entonces megaestrella Kevin Costner arriesgó mucho al aceptar interpretar a este delincuente, asesino y libertario con causa, cuyo odio, fantasmas y viejas heridas de infancia vuelven a aflorar cuando asiste al abuso y la humillación que ejercen los adultos sobre los niños. Expresa lo máximo con lo mínimo, en la línea de los grandes actores. También resulta intenso, cercano, comprensible y admirable su pequeño colega de aventura y tragedia. El Eastwood actor les cede con elegancia y humildad el protagonismo. Entre todos, consiguieron una película rara, sutil y hermosa.

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