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Un peliculón

Luis García

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Desde finales de los noventa se detectó en el cine norteamericano una corriente de autocrítica implacable que hurgó con insistencia en las heridas de insatisfacción de la gente de la calle. El fenómeno se concretó en títulos como Tormenta de hielo, Happiness, American Beauty o la extraordinaria Magnolia, de Paul Thomas Anderson, películas bien diferentes entre sí que confluyen subterráneamente en un transparente consenso sobre cierto cansancio existencial, una especie de hastío de la abundancia que viene a configurar un retrato caleidoscópico de la clase media americana, y por extensión, de esa amplia parte del primer mundo que vive bajo su influencia. El precedente más nítido puede situarse en la magnífica Vidas cruzadas, de Robert Altman, de la que Magnolia toma prestado parte de su espíritu, además de algunos actores y los cimientos de su alambicada estructura.

El filme, el tercero del realizador con tan sólo 29 años, después de la interesante Sidney y la obra maestra Boogie Nights (a pesar de intervención en ella de un presunto actor apodado Mark Wahlberg), se abre sobre un prólogo sorprendente en el que se sintetizan a velocidad vertiginosa una serie de viejas historias marcadas por algo más de coincidencia y azar, para ir centrándose en otras desarrolladas en presente en torno a una amplia galería de personajes vinculados directa o indirectamente entre sí, casi una docena de individuos angustiados por un pasado construido tan vez sin premeditación pero sí con alevosía, que suscita en la mayoría un doloroso sentimiento de culpabilidad y una acuciante necesidad de perdonar y perdonarse. Juntos configuran un retablo de resonancias bíblicas que culmina en una estremecedora maldición, espectacular punto y seguido que se abre esperanzadamente a la redención o a una fatídica condena a dejar que las cosas se perpetúen como están.

Porque Magnolia es una obra profundamente moral, aunque nada moralista, que presenta a sus personajes y deja que sean ellos los que se juzguen a sí mismo. El relato va tirando de los hilos con una deslumbrante precisión, haciendo que cada uno suene como una audaz nota discordante dentro de una única melodía.

El prodigioso Anderson ha escrito en solitario los renglones torcidos de esta partitura que va más allá del realismo inmediato o de la simple reconstrucción de un estado anímico general, a imagen y semejanza de los partes meteorológicos que puntúan la narración, pero su mérito se extiende sobre el trabajo de cada uno de los actores que integran esta tortuosa troupe, sobre la agonía de los moribundos Jason Robards y Phillip Baker Hall, la pasión a contracorriente de Julianne Moore, la mezcla de fascinación y odio filial del proteico Tom Cruise, los instintos de rebelión del desamparado niño prodigio Stanley Spector  y la impotencia sentimental del que también fue un precoz fenómeno William H. Macy, o la piedad voluntariosa del enfermero Philip Seymour Hoffman; y también sobre la súbita atracción que surge entre un agente de policía bienintencionado y una cocainómana ensimismada en las líneas paralelas que confluyen ante sí en un oscuro infinito, dispuesto ambos, encarnados con exactitud y sensibilidad por John C. Reilly y Melora Walters, a unir su torpeza vital por encima de los abismos que les separan.

Las tres horas de Magnolia se devoran al ritmo urgente de la muerte inminente, de la compulsión de los drogadictos solitarios o de ese malestar diabólico que planea incluso sobre los simples de buen corazón.

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