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Ricas y famosas

Luis García

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Al  igual  que  Fedora,  de  Wilder,  o  Nina, de  Minnelli,  esta  película  es representativa de formas de construir el cine que agonizan. Reúne estilo, naturalidad y  sentimiento.  Corresponde a la  mejor  forma de entender la vida,  de  saber  contar  la  vida.  George  Cukor,  notario  exquisito  de  los recovecos,  de  las  dudas,  de  la  sensibilidad  de  la  mujer,  feminista  sin etiqueta, o sea, humanista (no como los engendros histéricos que babean como líderes doctrinarias), se ha encontrado con un guión de Gerald Ayres escrito  a  la  medida  de  su  mundo.  Y  por  ello  dirige  hermosamente  una crónica sobre la amistad de dos mujeres a lo largo de veinte años, sobre su dolorosa evolución, sobre el tortuoso itinerario de una juventud expectante hasta una madurez en crisis.

Dos personalidades que se vampirizan, dos formas opuestas de enfrentarse a  la  vida,  dos  recorridos  íntimos  que  se  encuentran  y   nunca  se desencuentran  del  todo,  van  a  terminar  con  una  abrazo  solidario  que testifica la existencia salvadora de ese puente sobre aguas turbulentas del que hablaba Paul Simon. Una de ellas es una escritora aquejada de soledad,una mujer que no encuentra seguridad afectiva, una experta en huidas y renuncias, una desarraigada que piensa que el compromiso con la literatura debe estar en estrecha relación con el compromiso vital. Este inteligente y sensitivo  ejemplar  humano  va  jalonando  sus  años  con  derrotas sentimentales, con la lucha entre sus deseos y lo que la realidad ofrece, con la  lucidez  y  el  terror  ante  el  envejecimiento  y  la  progresiva  falta  de oportunidades de amor que éste ofrece. La otra amiga, un típico y tópico ejemplar  del  establishment,  bien acomodado,  bien casado y bien jodido, fascinada  por  la  personalidad  de  la  gente  independiente,  saturada  de frustraciones ocultas, enamorada del reconocimiento mundano, conseguirá triunfar en el reino del best-seller chismoso a costa de destrozar su hogar ya  un  marido  con un  alcoholismo tan  lógico  como asumido.  Al  final  sólo quedará el calor humano de una amistad, de una fidelidad que ha resistido los  estragos  del  tiempo.  Una  amistad  que  ha  pasado  por  rivalidades competitivas, por rencores subterráneos, por peleas infantiles, pero que ha llegado a alcanzar la aceptación del otro, la comprensión del otro, en sus miserias y en sus grandezas. El oso de peluche, simbolizando la capacidad de entrega y de generosidad, casi seguro, se podrá recomponer.

Cukor mantiene, como en la vieja guardia, un pulso sutil y complejo con sus dos heroínas. El personaje de Candice Bergen se presta a la caricatura cruel sobre la hortera americana; el de Jacqueline Bisset, al retrato distanciado de una frígida emocional. El maestro vuelca su elegancia en ellas. También su afecto. El mundo de machos, desde el niñato que se la juega por sentirse rechazado  hasta  el  ejecutivo  falsario  del  avión  especialista  en  sentir depresiones  para  poder  tirarse  a  la  compañera  desolada,  son  villanos intrascendentes.

Como en sus mejores comedias, Cukor alterna la causticidad y el drama, larelajación y los enfrentamientos apasionados, el erotismo de más quilates yel aguijón. Secuencias como la despedida en el aeropuerto de un hombreenamorado y una mujer fiel a sus principios o la discusión entre las amigas en la casa de la playa revelan la sabiduría y la altura moral de un hombre para el que el cine ya no poseía secretos. Posiblemente la vida tampoco.

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