Ricas y famosas
Al igual que Fedora, de Wilder, o Nina, de Minnelli, esta película es representativa de formas de construir el cine que agonizan. Reúne estilo, naturalidad y sentimiento. Corresponde a la mejor forma de entender la vida, de saber contar la vida. George Cukor, notario exquisito de los recovecos, de las dudas, de la sensibilidad de la mujer, feminista sin etiqueta, o sea, humanista (no como los engendros histéricos que babean como líderes doctrinarias), se ha encontrado con un guión de Gerald Ayres escrito a la medida de su mundo. Y por ello dirige hermosamente una crónica sobre la amistad de dos mujeres a lo largo de veinte años, sobre su dolorosa evolución, sobre el tortuoso itinerario de una juventud expectante hasta una madurez en crisis.
Dos personalidades que se vampirizan, dos formas opuestas de enfrentarse a la vida, dos recorridos íntimos que se encuentran y nunca se desencuentran del todo, van a terminar con una abrazo solidario que testifica la existencia salvadora de ese puente sobre aguas turbulentas del que hablaba Paul Simon. Una de ellas es una escritora aquejada de soledad,una mujer que no encuentra seguridad afectiva, una experta en huidas y renuncias, una desarraigada que piensa que el compromiso con la literatura debe estar en estrecha relación con el compromiso vital. Este inteligente y sensitivo ejemplar humano va jalonando sus años con derrotas sentimentales, con la lucha entre sus deseos y lo que la realidad ofrece, con la lucidez y el terror ante el envejecimiento y la progresiva falta de oportunidades de amor que éste ofrece. La otra amiga, un típico y tópico ejemplar del establishment, bien acomodado, bien casado y bien jodido, fascinada por la personalidad de la gente independiente, saturada de frustraciones ocultas, enamorada del reconocimiento mundano, conseguirá triunfar en el reino del best-seller chismoso a costa de destrozar su hogar ya un marido con un alcoholismo tan lógico como asumido. Al final sólo quedará el calor humano de una amistad, de una fidelidad que ha resistido los estragos del tiempo. Una amistad que ha pasado por rivalidades competitivas, por rencores subterráneos, por peleas infantiles, pero que ha llegado a alcanzar la aceptación del otro, la comprensión del otro, en sus miserias y en sus grandezas. El oso de peluche, simbolizando la capacidad de entrega y de generosidad, casi seguro, se podrá recomponer.
Cukor mantiene, como en la vieja guardia, un pulso sutil y complejo con sus dos heroínas. El personaje de Candice Bergen se presta a la caricatura cruel sobre la hortera americana; el de Jacqueline Bisset, al retrato distanciado de una frígida emocional. El maestro vuelca su elegancia en ellas. También su afecto. El mundo de machos, desde el niñato que se la juega por sentirse rechazado hasta el ejecutivo falsario del avión especialista en sentir depresiones para poder tirarse a la compañera desolada, son villanos intrascendentes.
Como en sus mejores comedias, Cukor alterna la causticidad y el drama, larelajación y los enfrentamientos apasionados, el erotismo de más quilates yel aguijón. Secuencias como la despedida en el aeropuerto de un hombreenamorado y una mujer fiel a sus principios o la discusión entre las amigas en la casa de la playa revelan la sabiduría y la altura moral de un hombre para el que el cine ya no poseía secretos. Posiblemente la vida tampoco.
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