Puro talento
Viendo esta película, uno se da cuenta que el western nunca murió. El tiempo ha barrido sus desiertos, ha desterrado de las pantallas sus aldeas de madera. Las cantinas mugrientas, los negros trenes asmáticos que rompían el silencio blanco de las praderas, el mefistofélico equipaje de homicida de los cazadores de hombres, la presión claustrofóbica de lo ilimitado sobre el punto oscuro de un jinete solitario… todo esto se ha instalado en las vitrinas del museo de la buena memoria. Pero en la red arterial que enlazaba unas con otras a estas viejas cosas perdidas sigue circulando la sangre del culto del western, porque ésta es una manifestación contemporánea del rito trágico inmemorial e imperecedero de este magnífico universo. Con otras vestimentas, en otros ámbitos, sumergido en otra iconografía, el western sobrevive intacto. Duel, primer largometraje de Steven Spielberg, es uno de ellos. En él se desarrolla con tiralíneas un acorde medular del western clásico: la caza del hombre por el hombre desplegada sobre las rutas esquinadas del itinerario homicida de una pesadilla.
Dentro de este acorde, a través de esta magistral película, irrumpió el fértil talento del entonces muy joven aprendiz de cineasta Spielberg, que aquí nos ofrece hora y media de cine en el que, con una sencillez cuya complejidad pide a gritos una lupa, se alcanza, como pocas veces ha alcanzado el cine contemporáneo, el misterio de la intensidad, esa emoción en la que el aliento del espectador palpita al compás de los flujos y reflujos de la respiración de la pantalla.
Sólo los encadenados subjetivos con que el filme arranca avalarían la solvencia del entonces imberbe cineasta. Pero éste es sólo el comienzo de una obra muy rica, pese a que desarrolla una sola situación, y en la que hay secuencias (la del protagonista visto a través del ojo premonitorio de una lavadora mientras habla por teléfono; o la del mismo personaje escrutando entre los clientes de un bar de camioneros algún rasgo que identifique a su desconocido agresor) en las que cada plano es un signo, en concreto un signo de progresión, de adentramiento en un teorema visual sobre la locura y la muerte.
El autor del guión de Duel, Richard Matheson, es un escritor especialista en relatos de ficción científica. Es este otro género (recordemos La guerra de las galaxias, de George Lucas), que ha tomado de prestado innumerables rasgos medulares del viejo rito westerniano. Spielberg aprovecha esta condición del trabajo de su guionista para ofrecernos en Duel una mutación visual digna del mejor cine de este género: la progresiva “personalización” de una máquina, ese camión asesino que, poco a poco, va adquiriendo, a través de la fijeza hipnótica de unos “ojos”, los rasgos de una fisonomías, de un rictus e incluso de un soporte para un comportamiento. He aquí un caso deslumbrante del uso moderno de la antigua condición genesíaca del cine.
La película, realizada con cuatro cuartos y cuatro millones de toneladas de ingenio, sigue siendo, pese a algunos casi imperceptibles balbuceos de ritmo en la fase final de persecución, una de las mejores de un genio como Steven Spielberg, tal vez porque la ostensible carencia de medios con que la realizó le obligó durante su rodaje a hacer un derroche de inventiva para compensar aquella pobreza; y porque estas carencias materiales forzaron al director a multiplicar su pasión por la exactitud. Tanta y tan afinada es la economía expresiva de Duel (me niego a utilizar el imbécil título español de El diablo sobre ruedas), que resulta difícil pensar que se pueda decir más con menos, a la manera de aquel Hitchcock que con derroches de austeridad alcanzaba evidencias opulentas.
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