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Caso abierto

Luis García

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Según se dobla la primera curva de la plaza Dealey, en Dallas, al filo pasado del mediodía del 23 de noviembre de 1963, cuando el coche descapotado lleva dentro el inminente cadáver del presidente de los Estados Unidos, se congela la imagen. Es un instante, fogonazo o disparo, que el director Oliver Stone disecciona y analiza con minuciosidad de morgue. El plano se abre desde la sien de J.F.K. y se abre, y se abre, hasta que aparece de repente ante los ojos de una película de más de tres horas. Ahí está todo, en un prodigioso guión y en un magistral montaje. Se trata de trocear su análisis como él trocea la historia, y ésta es la historia hecha trozos: Oliver Stone, combatiente en Vietnam, multioscarizado en Hollywood, ácido observador del sistema americano, adorador de añoranzas de juventud que coincidieron con la madurez de John Fitzgerald Kennedy, perseguidor en imágenes de las cosas y de la raíz de las cosas, genio de lo dramático impregnado de aparente realidad, hombre que ve el cine en tres dimensiones; Jim Garrison, fiscal que combatió la versión oficial del Informe Warren, que sostiene que J.F.K. fue asesinado por un hombre y un disparo. Las investigaciones de Garrison lo llevaron a opinar que fue un complot en el que participaron la CIA, el FBI, la Mafia, el anticastrismo y el entonces vicepresidente Lyndon Johnson; Lee Harvey Oswald, acusado del asesinato de Kennedy, para muchos víctima también del mismo complot, muerto a tiros un día después de su detención, presuntamente comunista, presuntamente miembro de los servicios secretos norteamericanos, mal tirador que alojó a la cabeza del presidente lo que en la película se considera “la bala mágica”. El Informe Warren sólo admite una bala. Garrison (de)muestra que ese proyectil hizo varios recorridos contradictorios con entradas y salidas en el cuerpo del presidente. Dada la imposibilidad de tal cosa, asegura que fueron varios los disparos y desde distintos puntos (una emboscada en toda regla); y Jack Rubi, un mafioso de poca monta que asesinó a Oswald entre el cordón de la policía y de forma fulminante. La verdad se halla guardada en los Archivos de Seguridad Nacional hasta 2029. El tiempo, el espacio, los detalles, nombres y actividades puestos en el congelador de la Historia.

Con todo esto, y miles de trozos más, el Oliver Stone organiza una película sorprendentemente buena. Su principal virtud es, primero, colar por irrebatible la mezcla de ficción y realidad de este caso histórico con unas tesis absolutamente contrarias a las oficiales (terminas la  película creyendo a pies juntillas lo que propone). Otra virtud es hacer de ello un thriller que podría protagonizar el propio Phillip Marlowe, y que el engorroso cúmulo de datos, nombres y fechas se los trague el espectador con la misma facilidad que una loncha de jamón de Jabugo. El colmo de su virtud es transformar a Kafka en Capra, y hacer de sus personajes favoritos caballeros sin espada. Kevin Costner, un actor capaz de recoger la antorcha de James Stewart, se pone al servicio de su historia. Incluso trae al caso a Shakespeare, que ya había convencido varias veces al mundo de que por encima de lo más alto aún hay telarañas.

La película procura algo insólito al espectador: la incontestable imagen del cadáver de Kennedy en las manos del forense (“…balazo aquí, balazo allí, balazo más atrás”), en la que es la secuencia más impresionante del filme. En definitiva, J.F.K. es una película larga e intensa que se hace corta y digestiva, y que, al margen de la bondad de su tesis, consigue llenar de un cine prácticamente perfecto el clima, el ritmo y el ambiente de una página pegada del libro de la historia. Casi a la misma altura que el guión y la realización está todos los intérpretes, que entran en la espléndida puesta en escena con la precisión de un vodevil de puertas abiertas (Jack Lemmon, Walter Matthau, Joe Pesci, Donald Sutherland, Tommy Lee Jones, Ed Asner, Sissy Spacek…, papelillos con los que se lían las hebras del suceso). Y, naturalmente, Kevin Costner, actor que mira a la cámara con una franqueza que desapareció hace mucho tiempo de las pantallas. Exactamente cuando el león del cine, en vez de rugidos, comenzó a dar bostezos.

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