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La bicicleta

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Antonio Agredano

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“Las bicicletas me recuerdan a mi padre”, me ha dicho esta mañana la señora que regenta la panadería donde compro un bollo y una botella de agua fría cada mañana de camino al trabajo. Meto la bici en la tienda para no pararme a ponerle la cadena fuera. Siempre ando con prisas. Le pedí permiso una vez y le pareció bien. La tienda es espaciosa. La dejo apoyada en un pilar en mitad del local, junto a un neverón. Llego sobre las ocho menos cuarto. Ella ya me tiene la puerta abierta de par en par. Le agradecí el detalle, las puertas son duras y abrirlas sin soltar la bicicleta es un engorro. Intento ser puntual, aunque algunas mañanas retozo con Fidel en su cama. Quiero llevarme con egoísmo su primera sonrisa de la mañana. Le pago 85 céntimos por el pan y el agua. Doy los buenos días, saco la bici y sigo pedaleando hasta la oficina con la bolsa pendulando en el manillar. No sé cómo se llama esa mujer amable pero no empalagosa, de pelo exageradamente rubio, uniformada con una camiseta blanca de algodón, escondida detrás de unas gafas poco estridentes.

“A mí padre siempre le gustaron las bicicletas y cuando se jubiló se iba al Parque del Alamillo todos los días”, continuó con lentitud, como si buceara en una memoria densa y salada. “Todos los días”, insistió. Le sonreí y balbuceé alguna estupidez. “Una vez, estaba ya trabajando aquí, paró un taxi ahí enfrente y el taxista sacó la bicicleta del maletero y supe que era la de mi padre y que algo había pasado. Luego bajó él y era porque le había dado un infarto”, continuó. Me enseñó el brazo. Tenía la piel de gallina. Me gusta ese gesto, darle verdad a tu palabra con la carne. “Pero no se lo llevó el corazón, fue un cáncer. ¿Y sabes cómo supe yo que mi padre tenía cáncer?”, me preguntó sin necesitar respuesta. “Porque dejó de coger la bicicleta. Pasó una semana y no salió ni un día y le dije a mi hermano que a papá le pasaba algo. Fuimos al médico y le vieron ya lo malo y ya no volvió a coger la bici y al poco se murió”.

“Es un bonito recuerdo”, dije. No sé por qué. No la muerte, la muerte es un recuerdo horrible, quise aclarar. Lo bonito es asociar una bicicleta a su padre, como si su memoria pudiera perdurar en las ruedas gastadas y la pintura descascarillada. En aquellos lentos paseos por el parque. Hay en las pedaladas una metáfora de la existencia, de eso sí estoy seguro. Vas, zigzagueas, evitas las grietas en el asfalto, tiembla el cuadro, vas, vas de nuevo, aceleras, frenas, te pones de pie en las cuestas, vas y luego te paras. Apoyas la punta del pie. Te descabalgas. Lo pienso a veces cuando voy a la oficina, muy temprano, con la luz a pilas, la luz blanca y tartamuda, cruzándome con barrenderos y borrachos madrugadores, con señores con prisa, taconeos como ráfagas contra el cemento, jóvenes cargando una mochila enorme, algún runner mirando al frente y resoplando.

En la bicicleta voy ordenando el día en mi cabeza. Con la fresca flameando mi chaqueta. Loco por volver a casa. Que pasen las horas. Porque no hay nada como el hogar. Golpeo los talones de mis chapines de rubí. Nada como el sofá y la puerta cerrada al mundo y Fidel trepando mi cabeza agarrándose a mis labios y luego la nariz y mis orejas y finalmente arrancándome el pelo y lanzando sus encías como un tiburoncito mellado que cierra los ojos al morder y devora mis mejillas con fuerza suave.

“Pues eso”, concluyó la dependienta tras su historia, como despertando de una siesta inesperada. Y tocó el manillar de mi bicicleta. Dos palmaditas al plástico de la empuñadura. En una suerte de ritual para alejar a sus fantasmas. Mi “buenos días” fue tenue. Cerró la puerta tras de mí. El tramo hasta la oficina se me hizo eterno. La muerte apareció hoy muy temprano. No supe qué decirle a esa mujer. No tengo claro que buscara consuelo. Sólo confesar un dolor que parecía clavado en su cerebro como una chincheta en la rueda. Qué recuerdo tendrán mis hijos de mí. A qué objeto se agarrarán para no olvidarme. ¿Tirarán mis libros a la basura o los hojearan primero? ¿Sabrán tocar mis bajos o les parecerán ya trastos de viejo? No tengo mucho más patrimonio que mis instrumentos y mi biblioteca. Tras la muerte llega la obligada mudanza de los muertos, aquella de rebuscar en el pasado del que no está, desgarrar papeles, ordenar una vida cachivache a cachivache. Polvo y esperanza. Ropa vieja. Notas manuscritas que de tan urgentes ahora parecen cómicas. “Llamar a Juan” en un post-it. Tarjetas de cumpleaños. Ahora, en la nada, con todo por hacer. Un reloj huérfano vagando por casa. Pidiendo un uso que ya nunca tendrá. Las agujas regodeándose en el pasado. Guías de viaje, correo sin leer, unas zapatillas de deporte casi nuevas.

¿Qué haría la dependienta con la bicicleta de su padre? Mañana volveré a comprar pan y agua allí y me gustaría preguntarle. Puede ser de mal gusto. Ella empezó, yo sólo quiero continuar su historia. Tapar los poros. Imagino la bicicleta sin romanticismos. Barata, del Decathlon, cómoda, dura. Ideal para un paseíto. Negra. Con un chillido en el freno. Quizá esté al sol en la terraza. Quizá su viuda la mira con la misma devoción somnolienta con la que la señora de la panadería miró hoy mi bicicleta. Lo mismo la usa su nieto para ir a trabajar. Puede que me cruce con él cada mañana en el carril-bici, en María Auxiliadora, donde un árbol estrecha el camino y tenemos que parar y cedernos con sonrisas adormiladas el paso. Viviendo, pedaleando, cargando de recuerdos el camino.

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