Tinta
El primero me lo hice en Madrid. Hace diez años. Tras la ruptura con Carmen. Horas antes de un Real Madrid-Auxerre de Champions. Una palabra, ´Courage´, en el brazo derecho. Tras tres meses de estar metido en una cama sin coger el teléfono, sin contestar mi correo, sin abrir las ventanas. No me dolió demasiado. Era incómodo, una vibración afilada. Me sentí ridículo y triste. No lloré, pero notaba las lágrimas hirviendo y amontonadas en el envés del ojo. Luego fui al Bernabéu con mi padre, que había planeado el viaje para animarme a salir de casa, para que me volvieran las ganas de vivir, con la esperanza de quien riega una planta chuchurría. No le dije nada del tatuaje. El Madrid ganó cuatro a cero. Luego cenamos por ahí y en el baño del hotel me eché Bepanthol para ir curando la herida. La de fuera. La herida de dentro tardó años en sanar.
El siguiente, apenas un año más tarde, fue la palabra ´Howl´, con la letra “o” convertida en flor por Allen Ginsberg. En ese mismo libro, Aullido, está el poema Canción, que dice: “El peso del mundo es el amor. Debajo de la carga de la soledad, debajo de la carga de la insatisfacción. El peso, el peso que llevamos, es el amor”. Ya vivía en Málaga. Empecé a ir a Trece Tatoo. Mucha de esa tinta me la inyectó Diego, un tatuador argentino amante de los comics de superhéroes. Tenía buen gusto. Ponía trazo a mis ideas. “Qué bien que vienes a por un tatuaje de los tuyos, Antonio. Hoy tatué cuatro calaveras mexicanas”, me dijo una mañana.
Detrás de lo de Ginsberg vino el conejo blanco de Alicia. Con su reloj y su prisa. En el bíceps izquierdo. Más por Jefferson Airplane que por Lewis Carroll. Quiero que sea la canción que suene en mi funeral. Si tengo un funeral. O que al menos mis amigos la escuchen mientras beben a mi costa el día que yo me muera. “Alimenta tu cabeza”, dijo el Lirón.
Luego el navío de Ulises, según lo pintaron en una cerámica ática del siglo V. Pero sin el héroe atado al mástil, y sin sirenas hambrientas. Sólo el barco, flotando en la piel, sin tripulación ni destino. Como si cada puerto fuera mi Ítaca. Y también tengo tatuado un mochuelo de Atenea, pequeñito, que me recuerda a Bubo, la lechuza mecánica que guiaba a Perseo en Furia de Titanes, una de mis películas preferidas cuando era niño. Aún no sé por qué me lo hice. Y en ese mismo brazo un asfódelo, que me dibujó Teresa. A la que amé. Y con la que me reía mucho, cuando imitaba al mono de Aladdin y esas cosas que ella hacía. Me acuerdo de ella cada vez que voy a Madrid en tren. Vivía cerca de Atocha. Deseo que esté bien. Me dejó por teléfono, a mi vuelta de Edimburgo. Son flores bonitas y blancas, los asfódelos.
En el infierno griego estaban los Prados Asfódelos, que es donde iban las almas de los hombres vulgares, aquellos que no fueron tan malos como ir al Tártaro ni tan valientes como para ir a los Campos Elíseos. Es esa parte del Hades reservada a la mediocridad, a lo que somos casi todos, seres mundanos pero también con derecho a descanso eterno. Y ´Asfódelo´ es también un poema de William Carlos Williams, que habla del amor y del infierno, del paso del tiempo, de los adioses, de cómo se acaba su vida y está en cada uno de sus versos una despedida para Flossie, su esposa, y el recuerdo de su tránsito común.
Luego en un hombro tengo puesto ´Love Buzz´, quizá mi canción preferida de Nirvana, reñida ahí con All Apologies. Una versión, de Shocking Blue, los de ´Venus´. Que dejo por aquí. Y en el otro hombro unos versos de Mark Strand, en inglés, que vienen a decir: “En el campo soy la ausencia de campo”, extraídos de este torbellino que es ´Keeping Things Whole´. Con esos versos finales que dan sentido a mi existencia.
Luego en la pierna derecha tengo ´Very Ape´, otra canción de Nirvana que me tatué borracho en Cerdanyola, después de un concierto. Y más versos. Uno de Bukowski: “Como el zorro, yo corro con los perseguidos”. Que sigue, ya sin testimonio en mi espalda: “Y si no soy el hombre más feliz sobre la tierra, estoy seguro de ser el hombre más afortunado vivo”. Después un ancla y un verso de Shakespeare, de su soneto número ocho, 'Thou single wilt prove none´. Solo no serás nadie. Que me tatué en Málaga el mismo día en el que le pedí matrimonio a María, tras bebernos una botella de vino, y celebrar que nos amábamos. Brindando por un futuro que aún es hoy. Y en el costado llevo otro poema, de Louis Aragon, de su ´Habitaciones´, que recién compré reeditado por Hiperión.
Y luego en el brazo izquierdo el nombre Fidel, con una islita, y en el derecho Mauro, con una ballenita. Mis hijos. Los dos enanos, motor de todo. Y en el muslo también el escudo del Córdoba, que me tatuó Ana en Ciudad Jardín. Y ya creo que el último será el Seat Málaga que llevo en el costado izquierdo, con un versito de Dylan Thomas: “Soy el hombre que tu padre fue”. Y esta condena a ser lo que nuestros padres fueron, con miedos mellizos. El coche de mi familia, matrícula CO-8460-P. El de los viajes a Benalmádena. El de las casetes de Roberto Carlos. El del olor a Ducados. El que heredé y estrellé en el Paseo de la Ribera, con la L aún en el cristal y mis dieciocho años, yendo a la Facultad de Derecho, donde había quedado con Pilar, a la que llamé desde una cabina y que me recogió con la moto. Aún me temblaban las piernas. Fuimos a ver el coche, que la grúa me había dejado al lado del zoológico. Aún babeaba aceite. El morro destrozado. El parachoques sobre la acera. “Un susto”, me decía ella. Y mucho más, pensé, mientras descascarillaba llorando la pintura blanca de la puerta.
Quince tatuajes, cuento. Como ciudades en un mapa viejo. Todos para el resto de mi existencia. Habrá que vivir con ello, con esta hipoteca de tinta, irreflexiva y absurda. Ya no temo a los espejos, a mirarme y sentir que en mi piel hay vidas que ya no son mi vida. Entiendo, y los tatuajes son la cuerda de feria tras la que cuelga el premio, que todas esas personas que conviven en mí han sido también un regalo de estos días y esta urgencia. Que, sin saberlo, me dirigía al ser donde soy. Pese al desamor. Pese a las despedidas. “Pareces un periódico”, dice mi madre. “Es más moderno no llevar ningún tatuaje que ir como tú vas”, dice Daviles.
Todos los tatuajes tienen una historia, pero ninguna tan importante como la de la piel que los cobija. Esta piel que ha sentido amor y rechazo, dulzura y desprecio, sudores y miedo. Una tierra deforestada y vasta. Los cuerpos que somos, lanzados a la vida, lanzados sobre otros cuerpos. Arquitectos de duda. Y ahora esta tinta como una travesía improvisada. Un pasado. Un presente. Un mañana de agujas empapadas de negro. No es tan importante. Ese dibujo ahí, sobreviviendo al tiempo, que se irá ensanchando y azulando, que se irá derramando con el músculo. Ya casi no me da miedo mirar atrás. He entendido que en cada huella habitó el camino.
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