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Un buen polvo es la primera piedra de toda gran familia

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Antonio Agredano

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“Hazme el amor”, me dijo. Y me levanté a preparar el café, bien colmado y apelmazado en la moka, y a untarle la mantequilla con delicadeza, sin destrozar el pan, apurando las esquinas de la rebanada. En el desayuno hay más amor que en el coito. Follar es un ejercicio pasajero. El resto, una guía para turistas futuros. Satisfyer es buen nombre para una tostadora. De mis convivencias rotas recuerdo, sobre todo, el olor del pan quemado y el tintineo de la lluvia. La de dentro y la de fuera. Y un consejo: siempre escampa. Uno se cansa de escribir porque se cansa de contar cosas. Para escribir hay que sentir pero para sentir no es necesario ponerse ahí dale que te pego al teclado. Cuando siento, lo hago mudo. Cuando escribo, tiendo a levantarme del escritorio. Busco a María por la casa. Le doy un abrazo, o un beso, o una cucamona. Le digo que qué hace. Olisqueo un rato. Cojo cosas y las suelto.

“¿Estás escribiendo?”, me pregunta. No sé mentir. “Sí”, contesto. Y me vuelvo al escritorio resignado como un niño al que castigan sin salir del dormitorio, pensando en los caracteres que me quedan para volver a salir al patio.

Acaba el año y no he cumplido ni una sola de mis promesas. Ya estoy pensando en cuales incumpliré en el 2020. Hay éxitos y fracasos pero sobre todo hay un lento pasar del tiempo, con ritmo cochinero, sin demasiados picos de intensidad, con cementero latido. Se llama madurez ese camino. O hacerse viejo. Noto la edad en las rodillas y en que cada vez me molestan más las cosas insignificantes. Hay una batalla dentro de mí. Más Garfio que Pan. Más vinagre que aceite. Llamo hogar a algunos bares. Me entretengo con las madres en los parques. Hablamos del tiempo mientras los niños juegan. No miro el móvil. Observo a Fidel trepando por un castillo de madera. Pasan los días como pasan los coches, anónimos, coloridos, rápidos, ruidosos. Hay padres que huelen bien. Sospecho que se ponen guapos para otras madres. Qué tiovivo. Nadie deja de girar.

A fuerza de decirlo ya no me creéis, pero tengo la tentación de abandonar los Roturas de Menisco más pronto que tarde. Van más de cien ya y a veces dudo. Creo que sólo puedo avanzar en esto mojándome, pero me está costando dar el paso. Es decir: hablar de política, de actualidad, sentar cátedra. Esas cosas. Tengo que ponerle precio a caer antipático. Contar mi vida ha dejado de ser divertido. Necesito un largo respiro. O no. O lo mismo sigo con esta urgencia de querer dejar en estos párrafos mi vida. Por si mañana muero. Dios no lo quiera. Temo a la muerte pero aún temo más las comidas de empresas.

Hacer el amor es un eufemismo dulce. Es como untarle Nocilla a un boquerón en vinagre. Los coños y las pollas y las tetas y los culos y las nucas y los dedos y toda su eléctrica coreografía no merecen tanto azúcar. Me gusta así su danza, arisca y asalvajada, siempre urgente por la excitación, siempre plena, viscosa y única. Pienso en el amor y pienso en el sexo. Acarreo sobre mi espalda el pecado de los demás. Un buen polvo es la primera piedra de toda gran familia.

Acaba el año y esta será mi última columna del 2019. Es tentador dejarlo aquí. Con un recuerdo ingrávido de este paseo juntos. Un escritor sin lectores es como un partido de fútbol sin entradas al tobillo. Soy un hombre agradecido. Os deseo un buen final del año y muchos encuentros furtivos en servicios públicos. E ibuprofeno. Y cortas colas en la sanidad pública. Y abrazos inesperados. Y jamón, gambas y vino; que son los tres pilares de Occidente. También fe en los demás. A mí me va faltando, pero quizá lo ponga en mi lista de deseos para el próximo año. Confiar en el otro. Quizá la única manera de no morir todos sepultados por estos tiempos de sombra.

Como un ciudadano-mosquito más, iré la semana que viene a ver las luces del centro. Me gusta vivir la Navidad sin complejos. A pecho descubierto. Tan hortera como me sea posible. Observar las bombillas como los insectos postrados antes esas letales lámparas violetas. Si oís un chasquido, soy yo, achicharrado, ante tanta hermosura lumínica. Quiero creer que la política es alumbrar, de esa y de otras muchas maneras. El tiempo dirá hacia dónde va mi ciudad. Si los que nos mandan tienen luces o son unos iluminados, que son diferentes formas de llevar una bombilla. Córdoba es una ciudad preciosa. La echo tanto de menos que no me gustaría volver nunca, para seguir echándola de menos toda la vida. Pasa como aquellos amores dolorosos que con el tiempo emergen y deslumbran en el recuerdo. La memoria, qué hija de la gran puta.

Salud, dinero y amor. Anda que la gente es tonta. Anda que van a pedir tofu y un taladro nuevo para el vecino. Yo al nuevo año le pido paciencia y, sobre todo, sonrisas. Las de María y las de mis hijos. En su felicidad está la mía. Y poder volver a jugar al fútbol. Y escribir un libro. Y aprobar algún examen en la UNED. Y terminar con dignidad la Media de Sevilla. Y seguir compartiendo vino con mi padre y confidencias de mesa camilla con mi madre. Y barbacoas con mi suegra. Y mordiscos en la barbilla de mi sobrino Lázaro. Y whiskys en pijama con mi cuñado, cuando Ale y los míos duermen. Y cenotes con el Julio. Alguna marchita loca con el Daviles. Que caigan en mi mano cuatro o cinco buenos libros. Un par de amaneceres rojos y hermosos de camino al trabajo. Que no me roben la bicicleta. Que los coches se paren en los pasos de cebra. Que en mi cuarenta cumpleaños no sienta el mundo caer sobre mis hombros. Que este nuevo Córdoba no haya nacido muerto. Que mi ciudad me siga recibiendo con un guiño. Que Sevilla siga pareciendo mía. Que el hogar se mantenga caliente. Que el salmorejo me salga bueno. Que los veranos sigan siendo un relámpago de dicha. Que las manos de mis hijos aprieten con fuerza las mías. Que tengamos que dejar de follar porque nos invadan las risas. Las risas por nada. Las risas de estar vivos. Las risas de quererse así, en un piso alquilado, con un Dacia en la puerta, con el futuro fresco aún entre nuestras manos, como cuando ponen Ghost en Telecinco al mediodía, como el barro que no deja de girar en el torno de la vida.

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