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El toreo morirá sin vuelta al ruedo porque no habrá nadie en los tendidos

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Manuel J. Albert

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Con el toreo me ha pasado como con la religión: hace un par de décadas empecé a transitar desde una indiferencia agnóstica a una rebeldía íntima y profundamente atea en favor del animal. Reconozco, eso sí, que este sentimiento no me ha llevado a colocarme detrás de una pancarta ni a gritar insultos o improperios a aficionados y toreros. Lo primero siempre me ha costado y lo segundo no es educado ni necesario.

Esta actitud más bien cobardica -dirán algunos- o pasivoagresiva -pensarán otros- es el resultado de una convicción: lo que se ha venido llamando desde hace poco menos de dos siglos la fiesta nacional se muere. Y lo hace por puro agotamiento interno, con unos ruedos vacíos y unos tendidos llenos de absoluta indiferencia. La misma con la que me siento en mi sillón -actitud acomodaticia, sin duda- a esperar esa última corrida que ponga fin a este sinsentido.

Y estoy seguro de que no tardará. Tal vez peine más canas cuando ocurra. Tal vez incluso tenga que cambiar un par de veces de postura o incluso de sillón. Pero llegará el día. Porque los absurdos argumentos de cultura y tradición con los que se defienden las corridas de toros ya no dan más de sí. Además de por el dinero subvencionado que todavía mueve, la celebración solo se mantiene viva en su agonía por lo férreamente ligada que está a la pura visceralidad irracional de los seres humanos: la sádica emoción de creer que un hombre se enfrenta a la muerte mientras a quien se masacra hasta la náusea de manera infalible es al animal.

La fiesta vive de ese sadismo no reconocido -y muy mal llevado- que cada vez es peor visto socialmente. Y es que, aunque sigamos siendo una comunidad esencialmente maltratadora, no podemos negar algunos e incipientes signos de mejora con respecto al trato que damos a los animales. Un cambio que paulatinamente va reflejándose en unas ferias que menguan su duración, amoldándose a un aforo que ya ni sueña con la ocupación de público que se alcanzaba hace décadas.

El toreo morirá, esencialmente, porque dejará de ser negocio. Y lo hará, lógicamente, sin vuelta al ruedo. No habrá nadie en los tendidos. Pero, aunque la excusa final sea el silencio de la máquina registradora, la verdadera razón del descabello será otra: un pequeño salto madurativo -evolutivo incluso- de la sociedad española. Una comunidad que, sorprendida de la caspa que le ha brillado durante siglos en los hombros, habrá decidido sacudírsela con absoluta indiferencia.

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