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Pablo Casado, no mientes la bicha

Pablo Casado, en una reciente visita a Córdoba.

Manuel J. Albert

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Una de las máximas de ese filósofo armado que se llamaba Harry Callahan decía así: “Un hombre debe conocer sus limitaciones”. La sentencia, que hubiese firmado el mismísimo Sócrates, solía ir acompañada de la inquietante música que hacía el tambor de su revólver Colt 44 al girar levemente en las películas. Pero ese detalle no debe distraernos de lo que el inspector de la Policía de San Francisco quería transmitir a su desdichada audiencia callejera: es mejor no meterse en charcos de los que no sabes si saldrás limpio.

Muchas veces me viene a la memoria esta y otras sentencias de aquel pensador que tenía todo el rostro de Clint Eastwood cuando veo y escucho a nuestros políticos en acción. Especialmente estos días que tenemos la suerte de coincidir con una nueva hornada de líderes que acaban de cerrar el asalto generacional sobre los primeros herederos de la Transición.

Y entre los bisoños cabezas de cartel que nos acompañan me quedo, sin duda, con el último: Pablo Casado. Además de tener la mejor sonrisa ligeramente ladeada del panorama parlamentario español, al nuevo líder del PP le acompaña una ideología también ladeada -pero no ligeramente- hacia una derecha que vuelve a explorar territorios que creíamos abandonados.

El discurso de este nuevo Partido Popular desperezado tras siete años de un, según ellos, anestesiante gobierno de Mariano Rajoy, echa la vista atrás para mirarse en el espejo de lo que en el siglo XIX y también a principios del XX se llamó pensamiento reaccionario. Una doctrina que en Europa pasó a ser simplemente extrema derecha (una vez solventada la incómoda fase del fascismo) que terminó renaciendo en Estados Unidos como neconservadurismo ya en los noventa para, en nuestra extraña actualidad, tornarse en un término más propio de un deporte de riesgo: trumpismo.

Ni el trumpismo del presidente Donald ni la despreocupada y juvenil radicalidad de Casado, que le guiña el ojo derecho sin disimulo, comparten la máxima del inspector Harry Callahan sobre la necesaria conciencia de las limitaciones de uno mismo. Los dos son especialistas en usar la visceralidad más directa, irracional y tradicionalmente violenta para auparse en las encuestas. Al primero, la jugada de culpar a los inmigrantes, le ha salido bien de entrada y ya ocupa el Despacho Oval. El segundo busca en España seguir el camino trazado -por el que ya transitan los neofascistas italianos, húngaros, austriacos, polacos...- para recuperar La Moncloa. Está por ver si el uno y el otro podrán controlar la bicha a la que golpean con un panal de avispas.

Y es que el huevo de la serpiente ya se ha abierto. Alguna vez he escrito en esta columna que tenemos bajo la piel, como un parásito oculto, el nuevo fascismo. Asoma, por ejemplo, en los comentarios de los periódicos -incluido CORDÓPOLIS- que aprovechan cualquier noticia ligada la inmigración, la pobreza, el feminismo o el colectivo gitano para agarrarse a los párpados del lector con opiniones de un innegable poso racista, machista, intolerante y violento, expresadas muchas veces con un exquisito uso del castellano más culto -sin faltas ni erratas- y la mejor de las sonrisas ladeadas. Pero sonrisa xenófoba, supremacista -y casi siempre machista- al fin y al cabo.

Ese es el caldo del que quiere beber la nueva derecha libre de ataduras que se levanta aupada por el aplauso de los suyos. Y ese es el momento en el que escucho al filósofo Callahan reflexionar con la voz de Constantino Romero sobre la necesidad de conocerse a uno mismo antes de trazar cualquier estrategia. Y no. No veo ni a Casado -ni a Trump- con la cintura suficiente para esquivar la mordedura de esa serpiente a la que azuzan.

Que les muerda no me inquieta. El problema es que con su juego, terminará mordiéndonos a todos. Y para ese veneno ya se nos terminó el antídoto.

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