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El espantoso redentor Lazarus Morell

Sebastián De la Obra

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Vivo en la calle 19, avenida de Pensylvania, en Washington DC. Mi vivienda es compartida por otra gran organización internacional. Tres manzanas más arriba tengo por vecino a Jacob Lew, el influyente Secretario del Tesoro de los Estados Unidos. Debo reconocer que añoro los tiempos menos convulsos en los que compartía tertulia con mi amigo Lloyd Bentsen (ex Secretario del Tesoro...). He tenido varios nombres. El actual es Christine Lagarde. Me llamaron, no hace mucho tiempo, Rodrigo Rato... Mi nombre original, sin embargo, es Lazarus Morell. Nací en un parto prematuro, a principios del siglo XIX, junto al Mississippi. No soy muy agraciado; tengo los ojos demasiado cercanos y mis labios apretados no predisponen a mi favor.

Lazarus Morell es mi nombre aunque, ciertamente, se me conoce como El espantoso redentor Lazarus Morell. Todo por culpa de un tal Borges, que con esa denominación me incluyó (me hizo) en su obra Historia Universal de la Infamia.

En mi primera juventud, junto al Mississippi, conocí a desdichados y pobres negros. Allí descubrí la eterna incapacidad de esta buena gente para salir del agujero... Los propietarios de las tierras habían tenido que pagar por ellos y, sin embargo, no duraban mucho. Unas veces por las enfermedades, otras, las más, por su natural indolencia. No conseguían producir lo necesario. No rendían lo suficiente. Poco a poco fui elaborando mi propia estrategia. Bien como predicador Biblia en mano), bien como ejecutivo emprendedor. Recorría las vastas plantaciones de Alabama, Louisiana o Virginia. Allí elegía algunos cientos de negros y les proponía un préstamo y la libertad futura. Les decía que huyeran de sus patronos; una vez libres yo les vendería de nuevo en otra plantación distante; les daría a modo de préstamo un porcentaje del precio de la venta; les prometía ayudarles en una nueva evasión... Así con lo recaudado, al final de cuatro o cinco operaciones ellos serían libres definitivamente. Ellos se escapaban una y otra vez. Se dejaban vender mientras yo les ofrecía un porcentaje de la venta en forma de préstamo. Algo ocurrió... Un buen día, en agosto de 1834, varios miles de esos negros desagradecidos de mi esfuerzo, se rebelaron y me denunciaron. Tuve una muerte indigna. Aun hoy siento escalofríos. A veces sueño que me persiguen cientos de negros, quizás miles, con ánimo de ahorcarme...

Hoy he cambiado de nombre y presido una influyente institución de ámbito internacional. Se llama Fondo Monetario Internacional. Vivimos de dar préstamos, ¡necesitamos dar préstamos! Hemos cambiado radicalmente nuestro lenguaje. Ahora publicamos informes sobre la pobreza (1990), sobre temas de actualidad como el medio ambiente (1992) o la salud (1993). También hemos entrado en el sugerente discurso de género: Informe sobre Mujer y Desarrollo (1998). Poco a poco con nuestra retórica persuasiva y con la inestimable ayuda de gobiernos e instituciones hermanas como el Banco Mundial o la Organización Mundial de Comercio, hemos alcanzado un alto grado de verosimilitud y credibilidad. ¡Al fin! Aunque aun tenemos un reto por alcanzar: adueñarnos del recuerdo, apropiarnos de una memoria que puede desvelar en cualquier momento la verdad.

Ahora andamos detrás de los autores de un vulgar panfleto que tiene insurrecta a una parte de la humanidad y que se distribuye por la denominada red con el efecto de una pandemia:

“Sabemos quienes son. Sabemos que llevan demasiado tiempo organizando la vida como una continua rapiña. Sabemos que pululan donde quiera que haya un cadáver, volando en círculo para participar en el reparto de los despojos. Sabemos que promueven actividades en la que nos enseñan que solo hay que ser feroces para sobrevivir. Por todo eso recordamos. Por todo eso hacemos memoria de nuestros antiguos hermanos esclavos de Surinam. Ellos consiguieron escapar una vez. En su larga migración transportaban en sus cabellos granos de trigo y una vez lejos, en una danza ritual, movían la cabeza de un lado a otro a modo de cosechadora de su nueva y propia tierra...”

Nota: a quienes mantienen viva la memoria como memoria de futuro

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