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¿Qué problema tiene el ministro con 'Ulises'?

Sebastián De la Obra

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En la vieja judería sevillana queda un lienzo de muralla en cuya base hay unas ruedas de molino incrustadas como botarruedas. Se encuentra en la conocida calle Fabiola. Justo al lado esta la Casa Wiseman. Debe su nombre a que en ella nació el Cardenal Wiseman, obispo de Westminster. Ahí estuvo hasta hace unos años la sede de la Fundación Lara (Planeta). El citado cardenal escribió una obra titulada Fabiola o la iglesia de las catacumbas. La calle debe su nombre a la protagonista de esta novela. Se trata de una apología de los mártires cristianos bajo la persecución del emperador Diocleciano. Wiseman la escribió como respuesta militante a la célebre novela Hipatia de Alejandría, escrita por Charles Kingsley. El eje de esta obra es la lucha contra la intolerancia que protagoniza Hipatia, mujer filósofa y científica que terminará siendo asesinada. Alejandro Amenabar debió leer este texto para construir su impactante película Ágora. Ni Wiseman, ni Kingsley ni Amenabar pudieron hacer lo que hicieron sin acudir a los clásicos.

Durante los siglos XIV y XV, en toda Europa se danzaba, se representaba, se cantaba y se escribía para celebrar (con burla y dolor) que la muerte equiparaba al poderoso y al humilde. La más profunda meditación la ofrece Jorge Manrique con sus Coplas a la muerte de su padre. Manrique no pudo escribir sus Coplas sin las Danzas de la Muerte y estas compartían con las Coplas del Provinçial y las Coplas del Ay un mismo origen: El Diálogo de los muertos de Luciano de Samosata. Era imprescindible seguir la huella de los clásicos para no perderse en estas danzas macabras.

Sabemos (y disfrutamos) del enorme poder de la música y de su capacidad de transformar los afectos y las emociones. Cuando escuchamos L´Orfeo de Monteverdi o La Flauta Mágica de Mozart o la ópera Orfeo y Eurídice de Gluck estamos disfrutando del mayor elogio que se puede ofrecer a la música. Todas estas obras giran en torno a la figura mítica de Orfeo, el hijo de Apolo. El músico y cantor que se atreve a bajar al inframundo, a los infiernos, en busca de su amada Eurídice. Capaz con su música de dormir (y hacer descansar el alma) del terrible Cerbero, el guardián que impedía entrar a los vivos y salir a los muertos. Imposible que Gluck, Mozart o Monteverdi pudieran afinar todas y cada una de las notas, si no hubiera existido el mito clásico de Orfeo.

Cómo podríamos definir a un personaje que pierde todo el crédito (y el equilibrio) concedido, por un vulgar y estúpido acto de soberbia.

Qué nombre le daríamos a quien por una imprudencia provoca una catástrofe. Cómo llamar al que en un acto de celos ridículos provoca un mal inabarcable.. Rubens lo pintó en su celebre obra La caída de Faetón. También lo pintaron Chagall y Braque. El Conde de Villamediana le puso nombre en su poema Faetón. Miguel Ángel lo dibujó, como si de esculturas se tratase, en La caída de Faetón. Pedro Soto de Rojas lo convierte en protagonista de su poema Los rayos de Faetón. Ninguno habrían podido ponerle nombre si no hubiesen conocido la historia de Faetón, hijo de Helios. Este mito clásico relata la imprudente actitud de Faetón que le exigió a su padre, en un arrebato de celos, poder conducir el carro del Sol un breve momento. No supo hacerlo. Subió más alto de lo debido y provocó que la tierra se enfriase. Bajo bruscamente y la tierra se secó, apareciendo los desiertos. Zeus, indignado de semejante comportamiento, golpeó con un rayo el carro y Faetón cayó, ahogándose en un río.

El conocimiento de los clásicos nos permite poner nombre.

María Zambrano, una de las pensadoras más lúcidas que nuestro país ha dado, desarrolló gran parte de su obra en la búsqueda inquieta y constante de la razón frente a la fuerza. En su obra La tumba de Antígona afirma que “la verdad es la que nos arrojan los dioses cuando nos abandonan; es el don de su abandono”. También merodea sin descanso sobre la figura y pensamiento de Séneca. ¡Lo atrapa! En El pensamiento vivo de Séneca, afirma con extrema delicadeza (y claridad): “Séneca vivía en la desolación total de quien acepta la razón por entero y luego la encuentra desvalida”.

Séneca y María Zambrano compartían el mismo horror al dogma. El conocimiento de los clásicos convierte a Zambrano en una excepcional portavoz del pensamiento crítico (y creativo).

La Divina Comedia de Dante te transporta a la Eneida de Virgilio que antes leyó con admiración y no pocos celos La Odisea de Homero. Eso tiene (y trae)el conocimiento de los clásicos, de sus lenguas, de sus pensamientos, de sus narraciones. Cuando el poeta quiere reflejar el valor y cualidad de la palabra como si de una pócima se tratase tiene que acudir a Apuleyo. Rubén Darío lo sabía. Juan Ramón Jiménez sabía que la diosa Psyque era representada con unas alas de mariposa. También sabía que en griego psyque significa soplo. Igualmente conocía que Homero utiliza la expresión soplo para referirse al alma. Cómo si no iba a escribir, nuestro andaluz universal el hermoso poema: “Mariposa de luz/ la belleza se va cuando yo llego/ a la rosa. Corro, ciego, tras ella/ la medio cojo aquí y allá. ¿Solo queda en mi mano/ la forma de su huida”.

Para descubrir cómo nos engañan con una trama construida como simulación. Para saber cómo utilizan la peripecia o el cambio de fortuna (cuando a algunos se les antoja). Para descubrir y diferenciar lo verosímil de lo fantástico o de lo maravilloso o de la mentira. En fin, para poder reconocer (la anagnórisis), solo tenemos que acudir a la Poética de Aristóteles. Los clásicos, sus lenguas, su pensamiento

están ahí, como consuelo. Como refugio. Como alimento. Como herramienta. Como conocimiento.

Nota: si no supiese que el astuto y tramposo Sinón, el aqueo pariente de Ulises, engañó a los troyanos, para convencerles y persuadirles de introducir el caballo de madera en Troya y provocar, así, su destrucción, no sabría que nombre poner al ministro que pretende la desaparición de los clásicos, sus lenguas y su pensamiento, de los planes de estudio. ¿Qué problema tiene el ministro con Ulises?

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