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Veraneos, 14: Collioure

Juan José Fernández Palomo

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De pie, frente a la tumba sencilla, me pregunto qué hubiera pasado si todo lo que pasó no hubiera sucedido. Es difícil saberlo. Tal vez don Antonio hubiera sido diputado un tiempo y, después, hubiera regresado a la docencia. Quizá hubiera rechazado, sincera y sencillamente honrado, el ministerio de educación. No sé.

Sólo sé que su cuerpo y el de su madre reposan aquí desde febrero del 39 en este pequeño –ya no tanto- pueblecito de la costa francesa a 10 Km de la frontera con Cataluña, España.

Me pregunto si habría más o menos calles, plazas o colegios dedicados a su memoria, si su nombre sería manoseado por unos u otros historiadores de cámara (de cualquier “cámara”), si aún sería emocionante ver su paraguas y el brasero de picón con el que se calentaba en ese aula de Baeza.

No lo sé. Lo que hay es lo que hay: los cuerpos de una madre y un hijo enterrados tras pasar obligados una frontera. Algo tan antiguo y tan nuevo como eso.

Collioure ya no es aquel pueblo donde los hijos de la mar se dedicaban a la pesca y a la salazón de anchoas y, al final, se iban ligeros de equipaje, casi desnudos. Ahora los que vienen y se van casi desnudos somos los turistas.

Dicen que es el viento de la Tramuntana el que despeja de nubes el cielo de Collioure. La luz que deja en el mar y en las fachadas de las casas obligó a Matisse a inventarse aquí a pincelada limpia el fauvismo.

Fauve, en francés, significa fiera.

Otra especie de ferocidad es la que expulsó a Machado el hombre de España y la misma que quiere expulsar al Machado poeta de una plaza.

Y sí; aquí los días son azules, pero este ya no es el sol de la infancia.

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