Las sociedades avanzadas del siglo XXI parecen empeñadas en no querer mirar la realidad evidente y creciente de su progresivo envejecimiento o, lo que es lo mismo, del incremento imparable de personas que identificamos como “de edad avanzada”, lo cual plantea una serie de retos que van desde las dimensiones de los maltrechos Estados sociales a la redefinición de la ciudadanía de unos sujetos a los que el sistema expulsa a las afueras. Contemplados como una suerte de incapaces jurídica y políticamente hablando, y esclavos de una lógica médica y asistencialista absolutamente parcial e injusta, los individuos que llegan a esa frontera que el mercado identifica con la jubilación se convierten en unos parias a los que con alegría negamos derechos y, por tanto, autonomía. El edadismo que todas y todos hemos interiorizado, y que es una pieza clave de un modelo económico que prima la juventud y la productividad, genera discriminaciones, injusticias y humillaciones, las cuales, además, si son atravesadas por factores como el género o la clase, redundan en la extrema vulnerabilidad de muchas de esas personas para las que el calificativo de “viejas” se ha construido socialmente como un insulto.
La producción audiovisual es uno de esos espacios, tan importantes para la construcción de identidades, en los que el sexismo y el edadismo continúan produciendo monstruos. Por eso es de agradecer la llegada a la cartelera de una película como El sendero azul, que obtuvo el premio del público en el Festival de Berlín, la cual nos muestra una distopía que no está lejos, lamentablemente, del contexto en el que hoy asumimos la vejez en el mundo occidental.
En un Brasil en el que el gobierno ha dictado una ley que obliga a que todas las personas cuando cumplen 75 años sean recluidas en una comuna, con el objetivo de que no interfieran en las prioridades laborales de sus familias, además de perder toda capacidad de actuar por sí solas como sujetos agentes ya que requieren la permanente tutela de sus hijos e hijas, como si hubieran vuelto a la minoría de edad, la protagonista de la historia se rebela contra estos mandatos y, orgullosa de sus canas y sus arrugas, lucha por convertirse en la dueña y señora de su destino. La vieja y bella Teresa, interpretada por una inconmensurable Denise Weinberg, emprende un viaje por el Amazonas que nos permitirá certificar que cualquier momento es válido para recomenzar, que siempre la vida es un fluir en el que pasamos por diferentes etapas y que no hay nada más emancipador que sentirse autónoma y no renunciar a los sueños en cualquiera de ellas. En este viaje que tanto nos recuerda a los que tradicionalmente hemos visto realizar a hombres heroicos, la mujer que se niega a no ser reconocida como sujeta se encuentra con varios personajes que le van ayudando a abrir los ojos y que también le advierten, nos advierten, de la interdependencia que nos define como humanos. Una interdependencia que no se extiende a todo el ecosistema sin el que no podríamos respirar y en el que un caracol de baba azul puede leernos el destino.
En ese trayecto hacia otra etapa de la vida en la que todavía tendrá tiempo para explorar y explorarse, veremos a Teresa entablar una hermosísima relación con otra mujer vieja, la “misionera” Roberta, que ni es misionera ni cree en Dios pero que sobrevive vendiendo biblias digitales, con la que la vemos descubrir vínculos y afectos que tal vez ella nunca había vivido. Unos vínculos que bien saben construir las mujeres y que deberían ser lección para nosotros que andamos siempre tan desubicados por las presiones de la potencia masculina. Se agradece, además, que la película nos muestre los cuerpos viejos y bellos de esas dos mujeres en una hermosísima apuesta por desmontar la omnipresente juventud y la insostenible perfección de unas pieles que quieren, aunque no puedan, renunciar al paso del tiempo.
La película de Gabriel Mascaro, que tiene también mucho de fábula ecologista, y que nos adentra en unos territorios cuya grandeza está tan amenazada por ese mismo sistema que expulsa a las viejas del centro, es una de esas aparentemente pequeñas películas que, imagino, pasarán desapercibidas en una cartelera plagada de estrenos. Yo los animo a disfrutarla y a pensar, de la mano de Teresa y de Roberta, en la enorme potencialidad que encierran las viejas rebeldes y alegres, las que son capaces de enfrentarse a un mundo que no las quiere, las que bailan juntas y surcan ríos en busca del cielo que ha de ser la tierra. Las que tanto nos están diciendo sobre la necesidad, urgencia más bien, de asumir el envejecimiento desde la disidencia frente a la ferocidad del mundo.
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