Nosotros somos así
“Si dices algo y nadie se molesta, es que no has dicho nada”. La frase es el punto de partida de #Annoyomics, el muy recomendable libro de Risto Mejide que tiene como interesante subtítulo El arte de molestar para ganar dinero. Se trata pues de un canto a la molestia y al incordio como forma de ser visible y rentable, un elogio del hecho de ser distinto, de marcar la diferencia con el resto para separarse de la masa mediocre, de que hablen de ti aunque sea mal y, en definitiva, de ser lo suficientemente molesto e incómodo para llamar la atención. Lo contrario es ser uno más, del montón, correcto, pero invisible y a medio plazo, prescindible y en vías de extinción.
Esta semana me acordé mucho de ese libro porque ocho meses y casi 40 artículos después de empezar a colaborar en CORDOPOLIS, al fin tengo un hater. Tras semanas sin que nadie se sintiera ofendido u ofendidito, al fin le he tocado a alguien las narices lo suficiente para que me llame “lumbreras”, “mamarracho” y alguna lindeza más. Fue en las redes sociales y todo a raíz del artículo de la semana pasada, sorprendentemente el que más audiencia ha tenido a lo largo de este tiempo, pero también el más incomprendido porque creo sinceramente que la mayoría de gente no entendió de qué iba la historia. Mi querido hater sí lo leyó y se lo agradezco mucho. Me encanta que discrepe, que no le guste el texto o que no esté en absoluto de acuerdo con lo que planteo, aunque otra cosa son las formas.
El caso es que en sus comentarios, y no sé si desconfiando de mi origen, el buen hombre me respondió que “los cordobeses y nuestra idiosincrasia estamos por encima de esas lecciones de preescolares que das”. No sacaré el carnet de cordobita, pero tampoco seré quien los reparta. Hay muchas cosas que me gustan de nuestra ciudad, y algunas que me encantan, pero hay otras que detesto y que me dan pena y asco a partes iguales. El problema del tonto no es sólo serlo, sino que nadie se lo diga a tiempo para enmendarse. Por no ofender tendremos tonto para toda la vida. “Prefiero molestar con la verdad que complacer con adulaciones”, dijo Séneca, un paisano al que hoy le caería la más grande por no plegarse al discurso facilón y mamporrero.
Habla mi querido hater de la “idiosincrasia” cordobesa, palabra que la RAE define como “rasgos distintivos y propios de un individuo o colectividad”. Dicho de otra forma, lo que explica por qué somos así, aunque sin concretar si es para bien o para mal. El talentoso lo es gracias a sus rasgos propios y distintivos, pero el capullo, el gilipollas y el mediocre también lo son en base a las características que conforman su idiosincrasia. Nuestros rasgos colectivos nos hacen ser una ciudad alegre, abierta, hospitalaria y solidaria, pero también son los que nos hacen estar a la cola de la mayoría de indicadores socioeconómicos, de generar pocas oportunidades y esperar a que alguien venga a solucionarnos la vida mientras la vemos pasar sentados en el Vial. Si esa es nuestra idiosincrasia, puede que en algunos aspectos sea una mierda. El problema viene cuando el pecado es decirlo y no cambiarla.
No sería malo que de vez en cuando revisáramos nuestros rasgos distintivos, ya sean colectivos o personales. Seguro que hay muchos que nos gustan y de los que nos sentimos orgullosos, pero es muy probable que no de todos. Si nos quedamos en el “es que yo soy así” o lo generalizamos al “nosotros somos así” estamos encontrando una coartada perversa para explicar nuestra realidad, pero también nuestra falta de resultados, y además es mentira. Nadie “es así”, sino que somos el resultado de una suma de creencias adquiridas y hábitos desarrollados que, en última instancia, adoptamos como nuestra identidad, pero lejos de ser estática e innata es completamente moldeable y cambiante.
A nivel individual hablamos mucho de la personalidad para justificar nuestro comportamiento y también nuestros resultados. “Diferencia que constituye a cada persona y la distingue de otra”, dice la RAE, suficiente para argumentar que las cosas me pasan porque tengo tal o cual personalidad o, en definitiva, “porque soy así”. Lo interesante es que su origen etimológico viene de la máscara que los actores utilizaban en el teatro clásico griego, donde el mismo histrión interpretaba a distintos personajes estandarizados y fácilmente reconocibles por el público en función a la máscara que portaba en cada momento, una careta que se llamaba porsón. De ahí vienen las palabras persona y personalidad (y también personaje y personajillo), de una máscara que utilizamos según el instante para interpretar un papel concreto y del que sacamos algún rendimiento en una circunstancia específica. Es lo que hacía el pamplinas de Jim Carrey para ligarse a la buenorra de Cameron Díaz, pero su problema llegó cuando el personaje dejó de ser de quita y pon y decidió comerse a la persona. “Puedes cambiar, no eres un árbol”, decía Jim Rohn, así que si no te gusta tu personalidad, quítatela y desarrolla otra distinta. No será inmediato, pero puede salvarte la vida.
“Menos coaching, que es muy anglosajón. Nosotros somos latinos”, concluía mi querido hater, que para criticarme de dar lecciones se hartó de darme unas cuantas. Sea con coaching o con lo que te dé la gana, y ahora que estamos en plena época de propósitos de año nuevo, plantéate qué te gustaría cambiar de ti y mejorarlo hasta que ese nuevo rasgo pase a ser parte de tu idiosincrasia, de tu personalidad o de lo que sea que te está limitando y jodiendo la vida. Puede que al principio te cueste, que incordie como unos zapatos nuevos, pero quizás el resultado merezca la pena. ¿Y si en vez de esperar al miércoles empiezas hoy? ¿Con qué pequeña acción puedes comenzar? ¿Qué tal si te molestas lo suficiente para provocar cambios en algún aspecto? Va a ser incómodo, seguro, pero puede ser de lo más estimulante.
“No hay duda, estoy en plena decadencia. Ya no tengo más que amigos y admiradores”
Jacinto Benavente.
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