Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
Sanz
Nos encontramos por primera vez hace unos 30 años en el patio verde de Salesianos. Yo arbitraba uno de mis primeros partidos y él ya había cogido el camino de los banquillos amparado por el añorado Kiko Pastor. Luego nos seguimos de lejos hasta que a los dos nos llegó a la vez nuestra primera experiencia profesional, algo que iba a volver a ponernos en contacto. Yo, con 25 años, cumplí el sueño de ser periodista y, además, dedicándome a lo que más me gustaba en el mundo: el baloncesto. Él, con 23, se convertía en el entrenador más joven de España y en un fenómeno por sí solo.
Era aún un niñato imberbe e insolente cuando desde la banda de Vista Alegre resucitó el baloncesto en Córdoba, llevándolo a un punto que hoy parece una película de ciencia ficción o un drama de época. Embutido en su traje gris plata, el niño mandó en un mundo de hombres convirtiéndose en el estandarte de un movimiento de minorías que llegó a llenar el Palacio de los Deportes y a soñar (de lejos) con la ACB. El Cajasur pasó de ser el club de Andrés López o el equipo de Joe Alonso para convertirse en la banda de Rafa Sanz, y el público lo adoraba. Él solo consiguió que la gente (poca) dejara de ir a Vista Alegre a ver cómo perdía el equipo del ciego (madre mía, con lo que lo critiqué –yo y todo el mundo- en su día y hoy parecería Florentino Pérez…) a ver cómo podía ganar el equipo de Sanz.
Porque cada partido era una pequeña locura, una moneda al aire que podía caer de cualquier lado, una aventura hacia lo desconocido en que un equipo generalmente inferior se lanzaba a tumba abierta hacia el abismo con la esperanza de que saliera cara. “Los pívots cuestan dinero, y nosotros no tenemos, así que tenemos que jugar a otra cosa”, decía entonces y la gente se echaba las manos a la cabeza. Con esa premisa, Rafa se inventó hace 20 años eso que ahora se llama small ball, el juego basado en jugadores pequeños y tomando como referencia el lanzamiento de tres puntos, abriendo la pista y jugando a campo abierto con la esperanza de que el rival se asfixie y tire la toalla. Lo que ahora hacen los Warriors, pero con Óscar González, Joe Alonso y Manolo Camacho de ejecutores. Ay, que nostalgia…
Desde entonces se mostró impulsivo, visceral… e irredento. El niño no se callaba ni debajo del agua y decía las cosas claras, hirieran a quien hirieran. Se enfrentó a todos y se convirtió en alguien incómodo. Hasta en alguno de esos prontos tuvimos algún encontronazo que sólo se entiende hoy desde la pasión y la inexperiencia, esa enfermedad que sólo se quita con el tiempo pero que evita caretas, falsas poses y apariencias ambiguas. Bendita frescura de la juventud, que hace que seamos transparentes… e intrépidos.
Ahora Rafa es un padre de familia de 45 años que alejado de los banquillos profesionales ponía su talento al servicio de la FAB, trabajando en las categorías de formación, matando en gusanillo del banquillo al tiempo que podía conciliar su vida personal, llevando a Marta al colegio, a los entrenamientos… y de repente llega la llamada. “¿Te vienes a entrenar al colista de la liga portuguesa?”
La Académica de Coimbra es último en una competición de 12 equipos. Había perdido sus ocho partidos por una media de más de 20 puntos, y las dos últimas derrotas habían sido por 47 y 35 puntos. Y va Sanz y dice que sí. Con dos cojones. Por la mañana estaba en su mesa de la Avenida Guerrita y por la noche llevando la primera sesión en Portugal, porque de un sitio del que la mayoría huiría como de la peste, Rafa ve una oportunidad, el escenario para otra aventura épica en la que se plantea salvar a un equipo que hoy está desahuciado.
En su debut no pudo cambiar la dinámica de los resultados y perdió por 76-82 contra el CAB Madeira, pero ya consiguió algo de lo que ese equipo se había olvidado: competir. Sólo con eso ya cambió la conversación, el estado emocional y las sensaciones de una plantilla que este domingo (escribo antes de saber el resultado) se la jugó en la primera final ante el Vitoria de Guimaraes, su rival por todo lo alto. La empresa es simple: Sanz tiene 15 partidos para ser el mejor de los peores, el 10 de 12, el artífice de algo que, a día de hoy, es una entelequia cuando no un milagro.
Pero si alguien puede hacerlo es Rafa, porque no deja indiferente y deja huella allá donde va. Que pregunten en Orense, donde estuvo unos meses que le bastaron para dejar en pelotas a todo el club, o en Canarias, donde pasó nueve años entre Tenerife y La Palma y hoy todavía se acuerdan de él. Tanto que esta semana le llamaron desde el Diario de Avisos para preguntarle por esta nueva odisea. “Hay una mezcla de aventura y locura”, admitía el técnico cordobés, “pero para mí entrenar es una droga. Renuncié a un contrato indefinido por venir a Portugal, porque entrenar era una necesidad vital”. “No sé si me arrepentiré de haber dejado un trabajo y mi casa, pero mi pasión por entrenar ha podido con todo eso”, reconoce alguien que ha llegado a esa edad en la que es mejor pedir perdón que permiso, en la que arrepentirse por lo que no hiciste ya no está permitido. Sencillamente, porque no sabes si habrá muchas más oportunidades.
Somos casi de la misma quinta y nos parecemos mucho, tanto como puedes parecerte tú si andas por los cuarenta y tantos y sigues teniendo más dudas que certezas. Porque por pura experiencia vital nos ha tocado pasar por momentos dulces, otros críticos y otros en los que hemos tenido que tomar decisiones difíciles, inaceptables a corto plazo y sólo comprensibles desde una visión (y una decidida apuesta) a fondo perdido. Por eso Rafa Sanz siempre estará en mi banquillo.
Sobre este blog
Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
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