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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

Táchese lo que no proceda

No.

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Hace unos años trabajé con alguien que, ante todo, era (y es) una muy buena persona, quizás demasiado. Tenía un cargo de alta responsabilidad en una importante organización de la ciudad y sus superiores querían que siguiera un proceso de coaching para mejorar su productividad y recuperar un rendimiento que en los últimos meses se había diluido hasta límites preocupantes.

Encontré una persona que desde su juventud estaba marcado por una personalidad extremadamente servicial, siempre pendiente de todo y de todos, al lado de cualquiera que necesitara que le echara una mano. Esa mentalidad de servicio le llevaba a dejar en muchas ocasiones sus funciones para echarle una mano a sus compañeros, para acabar el trabajo que a otros no les daba tiempo y echar siempre esa hora extra tan necesaria… pero tan extenuante. Creo que de bueno, muchos lo tomaban por tonto, por el jarrillo de mano al que siempre se puede recurrir para apagar fuegos y disimular los marrones que surgen cada día en cualquier trabajo.

El resultado era un hombre agotado física y mentalmente, casi hasta ha enfermedad, hundido en una mesa siempre llena de documentos que se iban acumulando mientras las de sus compañeros permanecían limpias y ordenadas, y a quien aquello le estaba costando no sólo la salud, sino también su vida familiar.

Bastaron un par de conversaciones para entender que ese afán de servicio, construido sobre una experiencia vital en la que siempre tuvo que atender a los demás para ganarse la vida, estaba jugando en su contra. Al final era una cuestión de estar para todo el mundo… menos para uno mismo. Era incapaz de decirle que no a nadie, siempre estaba ahí para cualquiera que requiriera su ayuda, y eso aumentaba su bonhomía, pero le estaba consumiendo personal, y también profesionalmente.

Pronto tomó conciencia de que eso estaba acabando con él y podía costarle muy caro. Además, tenía efectos secundarios y un impacto en su entorno, porque estar siempre a disposición de los demás hacía que sus compañeros eludieran responsabilidades conscientes de que siempre iban a tener ahí un salvavidas. Eso estaba genial a corto plazo, pero al medio y largo impedía el desarrollo profesional de un equipo que siempre quedaba a merced de su líder. El problema era que esa cabeza visible se estaba agotando.

Cuando mi cliente (hoy diría mi amigo) entendió que primero tenía que pensar en sí mismo y que eso no significaba ningún rasgo de egoísmo dio un primer paso que fue clave. Poco a poco, con pequeños pasos, aumentó su autoestima, la hizo sana y asumió que lo mejor que podía hacer por su equipo era dejar que crecieran, que cometieran errores y que estos alimentaran su aprendizaje y desarrollo a medio plazo. Quizás era lo mejor que podía hacer por ellos. No salvarles el culo día sí y otro también.

Para ello tuvo que aprender a decir que no, a descartar opciones y a tomar decisiones inicialmente complicadas, pero operativas a futuro. Un no que no era rotundo, sino condicionado. Muchas veces es un “no, por ahora”, porque en este momento no puedo o porque dejar lo que estoy haciendo para ayudarte a ti puede ser pan para hoy y hambre para mañana.

No solemos estar acostumbrados a decir que no. Quizás sea por la tradición judeocristiana de ayuda al prójimo, quizás por educación, quizás porque pensamos que está mal visto y que es casi una obligación ayudar al otro por encima de la atención a uno mismo. Decimos que sí por miedo a caer mal, al qué dirán, a parecer unos bordes o maleducados… Y todo tiene su impacto.

Quizás estamos ante uno de los puntos básicos en la toma de decisiones, una de las habilidades blandas más importantes y demandadas en cualquier profesional. Decidir viene del latín decidere, que significa “cortar” o “separar”, y es que al fin y al cabo, cuando decides estás descartando otras posibles opciones hasta quedarte con la que crees que es mejor. La putada es que nunca sabes si la decisión que has tomado es la acertada. Eso sólo lo sabemos a toro pasado.

Entonces, cuando estamos enfocados en un objetivo y tenemos multitud de opciones en el camino, puede que lo más importante no sea a qué le decimos que sí, sino a todo lo que tenemos que decirle que no y que puede distraernos o separarnos de nuestra meta. Es decir, no es tan importante lo que elegimos como todo aquello que descartamos. Porque generalmente, una sola elección supone el descarte de muchas alternativas, y puede que el éxito no dependa de la opción tomada, sino de todas las eliminadas.

Puede que una de las mayores lecciones que tengamos que aprender sea entonces no aprender a elegir, sino aprender a descartar, a tachar lo que no procede, lo que no está alineado con nuestros objetivos y lo que nos distrae o aleja de eso que hemos declarado como destino deseado. Quizás de eso va la vida.

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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