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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

Sofía

Sofía (Bulgaria)

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Sofía es la capital de Bulgaria, una ciudad que merece una visita de un par de días, pero tampoco es para volverse locos. Allí se mezclan las reminiscencias de la arquitectura comunista con un puñado de iglesias interesantes y la imponente catedral ortodoxa de Aleksander Nevski. Cuentan que los viejos todavía se acuerdan con cierta nostalgia del comunismo, que condenó al país a una pobreza que todavía se observa en las calles en cuanto sales del centro o en los tranvías que piden a gritos la jubilación. Donde había una estatua de Lenin han puesto ahora una de la diosa de la sabiduría, que da nombre a la ciudad, y a pocos metros de ella, en el restaurante Happy te atienden camareras minifalderas, justo a la entrada del Bulevar Vitosha, la típica calle comercial que puedes encontrarte en cualquier ciudad de esta Europa globalizada.

Sofía también es una ciudad llena de búlgaros, que para eso es la capital, unos chavalotes toscos en los rasgos y a veces también en las formas. Sólo te hacen falta un par de días entre ellos para darte cuenta de que Bulgaria es un país en el que el Covid no existe, donde todo el mundo pasa olímpicamente de las más mínimas medidas de seguridad, donde no se vacunan porque no les da la gana, donde te miran por la calle por llevar mascarilla como si fueras un extraterrestre, y donde incluso se improvisan manifestaciones callejeras cuando el gobierno trata de implementar algún tipo de restricción. En este sentido, Bulgaria es, básicamente, el chocho de la Bernarda.

El problema es que a mí me tocó ir a Sofía hace tres semanas por trabajo y allí pillé el bicho, que luego he contagiado solidaria y democráticamente a toda mi familia. Después de un año y medio de precauciones, de llevar las medidas de seguridad hasta el extremo y de evitar cualquier contagio innecesario limitando nuestra vida social a la mínima expresión, fui a pillarlo en un sitio en el que los propios ignoran todo eso que aquí hemos convertido en rutinario y en el que, además, les importa una mierda que tú lo pilles.

Bulgaria forma parte de eso que El Mundo ha denominado esta semana el telón de acero de la vacunación, la rémora postcomunista de sociedades donde siguen instaladas supersticiones, desconfianzas y corruptelas varias que calan en la población hasta pasarse por el forro cualquier norma. Allí el problema no es que los gobiernos planteen o no restricciones. El problema es que a la población se la pela.

¿El resultado? Tasas de vacunación por debajo del 30% (en Bulgaria sólo llega al 22.7%, el más bajo de la UE) y una nula percepción de conciencia cívica y social. Una malentendida expresión de la libertad individual que termina jodiendo al vecino y que sólo alcanza su sentido cuando te toca… a ti. Supongo que el hecho de que yo, mi mujer y mis dos hijas pequeñas pillaran el Covid se la traerá floja a los ínclitos sofiotas, pero la bomba ha terminado por estallarles en las manos.

Ya es casualidad, pero el caso es que desde que vine de Bulgaria, el país lleva dos semanas batiendo tristes récords de contagios y muertos, con las UCI al 95% de su capacidad y el Ministro de Sanidad pidiendo a los países limítrofes de la EU que se preparen para enviar médicos y oxígeno ante el más que presumible colapso de un sistema que hasta ahora permanecía cómodamente instalado en el negacionismo.

Bulgaria, Rumanía, Armenia, Ucrania, Bielorrusia, los países bálticos, Polonia en menor medida… No es casualidad que los antiguos regímenes comunistas lideren la triste recuperación del coronavirus en Europa, pero no están solos. Países más civilizados y acostumbrados a dar lecciones de superioridad moral como Reino Unido, Alemania, Países Bajos o Austria, todos por debajo del 75% de vacunados, también están empezando a sufrir lo que antes o después de Navidad será la sexta ola, una tendencia imparable de la que, por ahora, la otrora anárquica España sale mejor parada gracias a una tasa que supera al 90% de vacunas en adultos.

“No vacunarse es algo egoísta”, dijo hace un par de días Rafa Nadal, alguien con la cabeza muy bien amueblada a quien siempre da gusto escuchar incluso cuando suelta la raqueta. Que un día se dijera que había que Nadalizar España es sólo un ejemplo de su trascendencia y quizás de su impacto en el país, pero por desgracia lo mejorcito que ha salido de Bulgaria es el cabronazo de Stoichkov. Así les va…

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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