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Antonio Agredano

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Nunca me gustó estudiar, pero siempre me ha gustado aprender. Quien vea una incoherencia en la anterior frase es que nunca ha pisado una facultad. Empecé a escribir de fútbol cuando dejé de jugarlo. Mis rodillas son de plastilina y se declararon en huelga cuando dejé de cuidarme. Hace ya de eso. A veces fantaseo con volver, porque escribir de fútbol es a jugarlo lo que una ducha con agua caliente es a una noche de sexo salvaje. Hacerse mayor está muy bien si no te gusta el fútbol. Si la pelota es tu pasión, calculas tu edad con la edad de los futbolistas. Yo soy más joven que Raúl pero más viejo que Cristiano Ronaldo. No paran de salir futbolistas nuevos y ya me refiero a ellos con paternalismo y condescendencia.  “El chaval”, digo. La rabia se apaga como una vela sobre una tarta del Savoy. La vida es esto, una despedida incómoda. Un “a ver si quedamos”.

Si he visto a España ganar un Mundial, puedo ver al Córdoba jugando en Europa. Espero durar lo suficiente. Hace una semana que la vida me da miedo. A Roberto le regalaron un balón Adidas Etrusco cuando éramos niños. Lo bajaba a los bancos para que lo viéramos pero nunca lo tiró al suelo. No quería que el barro lo manchara, que nuestras toscas patadas lo rasgaran. Él lo paseaba así, abrazado a la pelota como quien acuna a un bebé. Recuerdo el olor del cuero, tan diferente al plastificado de piedra de los Mikasa. El tacto, tierno y esponjoso. Siempre con el aire justo. Hinchado y dispuesto para el pateo. Todos fantaseamos con echar una pachanga en la plazoleta con ese balón. Pero ese día nunca llegó. Años después me enteré de que el Rober, aquel amigo del barrio, que todo lo hacía bien, que jugaba mejor que ninguno de nosotros, había perdido la vida en un accidente de tráfico. Lo primero que se me vino a la cabeza fue ese balón inmaculado en algún estante de su cuarto.

Con el tiempo he aprendido que la vida debe ser manchada y pateada. Exigida. Disfrutable. Llena de rotos y tachaduras. Somos improvisación y músculo cansado. Y eso que me hago mayor y crecer es un acto de cobardía, casi un abandono inconsciente. De repente sólo interesa lo propio, como un envilecimiento que se desnuda con los años. Desde hace una semana todo me es ajeno. También el fútbol. La gente. Este latir pesaroso que es el día a día. Creo en el amor. Creo en su furioso ritmo. Creo en el calor encerrado en sus brazos, como un tesoro hirviendo.

Y creo en cosas sutiles, volubles, finísimas, casi transparentes. Creo en el Córdoba de una forma ingenua. El dolor es un aprendizaje interminable, una educación que no necesita estudio: la de la derrota. El gol certero en el corazón mismo, como un primer amor que se rompe antes de que acabe el verano. Perder incansablemente. Este Córdoba eliminado en Copa, pisoteado en Liga. Lejos de la gloria, pisando el fondo viscoso de un pantano. Y pienso: qué emocionante es la incertidumbre. Qué abrumadora sensación la de no saber qué nos espera en el mañana. Qué adicción, cada fin de semana, abonarse al zigzagueo blanquiverde.

Echar el balón al suelo. Maltratarlo. Pisarlo, puntearlo, mecerlo también suavemente. Equivocarse. Los errores son patrimonio y cimientos. La vida pasa y los balones deben ser abiertos en canal hasta ver su alma naranja abombada a través de uno de sus hexágonos heridos. Qué tristeza todo aquel que viene de vuelta, que no asume los errores, que actúa y vive como si las cosas se hubieran planeado así y no de otro modo. Hoy siento una felicidad siniestra: la de estar vivo. La de sentir dolor y entusiasmo, emoción y desdicha. Los toboganes tienen tres partes. La primera es un vértigo infantil, la última un aterrizaje incómodo. Pero en medio está todo. Deslizarte con los brazos en alto y la boca abierta. Un grito tímido. Suspendido en mitad de ninguna parte. En esa indescifrable y efímera aventura.

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