Hay muchas cosas que me gustan de la nueva película de Marcel Barrena. Si bien sus dos anteriores obras – 100 metros, Mediterráneo – me parecieron correctas y bienintencionadas, había en ellas un cierto esquematismo y una falta de riesgo que hizo que las olvidara en cuanto que terminé de verlas. No ha sucedido lo mismo con El 47, la cual sigue dándome vueltas en la cabeza tras haberla disfrutado gracias a esa magnífica y ocurrente idea de los Cines del Tablero consistente en asistir a una proyección secreta, es decir, sin saber qué te vas a encontrar cuando te sientas delante de la pantalla. En este caso, disfruté con una película que guarda un perfecto equilibrio entre lo narrativo y el compromiso político, que maneja con inteligencia las emociones y que, además de una más que notable recreación de un determinado momento de la historia reciente de nuestro país, nos recuerda algunas claves que parece que hubiéramos olvidado en este siglo de democracia de trincheras.
La película recrea la historia real de Manolo Vital, un migrante extremeño de los muchos que en los años 60 llegaron a Barcelona y que luchó para que el barrio de Torre Baró, construido y habitado por gentes llegadas de toda España, se integrara en la ciudad y tuviera unos servicios mínimos. Entre ellos, y es el que da título a la película, un autobús urbano que acercara a las vecinas y a los vecinos al centro de Barcelona. Todo ello en los años iniciales de una democracia, en los que en este país aún se arrastraban muchas inercias franquistas y en el que tan poco acostumbrados estábamos a desenvolvernos con unas nuevas reglas del juego.
Uno de los aciertos de El 47 radica en que, aunque tenga un héroe central, es ante todo y sobre todo una historia colectiva. Por supuesto, de los hombres y de las mujeres de Torre Baró, pero también, y como en algún momento se dice en la película, de todo un país que todavía hoy anda tratando de definirse entre la unidad y la diversidad. En esta historia colectiva hay, como no podía ser de otra manera, memoria y compromiso. Y, sobre todo, algunos recordatorios que hoy día continúan siendo necesarios en una España donde parece que nos empeñamos absurdamente en levantar fronteras en vez de en construir un nosotros cooperativo e inclusivo. Algo muy distinto, por cierto, a las pretensiones de unidad patrióticas que reclaman ciertas fuerzas políticas que deberían ver, y aprender algunas cosas, de esta película en la que, por ejemplo, las lenguas diversas son un puente y una oportunidad, no una muralla. Un puente, incluso, para el amor.
Pese a toda esa carga histórica y política, El 47 esquiva con acierto los peligros de convertirse en un panfleto y en gran medida lo hace porque sus creadores han optado por un tono de crónica social, esa que también suelen hacer los ingleses y que en nuestro cine empezamos a incorporar poco a poco. Recordemos la reciente y exitosa Te estoy amando locamente, siguiendo muy de cerca la estela de la británica Pride, la cual, de manera muy inteligente, y pese a lo dramático de los hechos que contaba, no renunciaba a insertar un tono de comedia en algunos momentos y en transmitir al espectador una mirada positiva y emancipadora. Algo que, en estos tiempos que corren, me parece de lo más revolucionario y político que pudiéramos imaginar.
En gran medida, el sostén de esta emocionante película debe mucho a unas actrices y unos actores que contribuyen a forjar ese sentido colectivo de la historia. Desde los siempre solventes Clara Segura o Vicente Romero, a una debutante Zoe Bonafonte, con la que vivimos el que es, sin duda, uno de los finales más emotivos del reciente cine español. Pero el que eleva la categoría de la historia es un impresionante Eduard Fernández que, una vez más, vuelve a demostrarnos el animal interpretativo que es. Con un personaje con el que tan fácil habría sido caer en la caricatura y en la sobreactuación, él sin embargo compone un hombre lleno de matices, entrañable y con mucha verdad. Será, sin duda, un firme candidato a todos los premios de esta temporada.
Cuando empiezan a correr los títulos de crédito y la sala estalla en aplausos de un público afortunadamente muy joven, me doy cuenta de que la hermosa película de Barrena, más allá del periplo de Vital y de su barrio, y del retrato de una época, es una historia sobre la importancia de lo colectivo. Del sentido de comunidad. Una vindicación en la que no está de más insistir, al contrario, en estos años tan narcisistas e individualistas. Porque, como bien nos recordara hace unas semanas en Cordópolis la sabia/sibila Remedios Zafra, y como bien nos demuestra la historia de Manolo, el conductor de autobús, “nadie se puede hacer a sí mismo si no tiene el apoyo de la comunidad”.
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