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Remedios Zafra: “Nadie se puede hacer a sí mismo si no tiene el apoyo de la comunidad”

Remedios Zafra en Zuheros

Marta Jiménez

24 de agosto de 2024 20:20 h

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La sibila, en la antigüedad, era la mujer sabia dotada de un espíritu profético. En nuestros días, este personaje hiló y narró el celebrado ensayo El entusiasmo (2017), de Remedios Zafra (Zuheros,1973). Una pensadora que, sin pretenderlo, se ha apropiado de este espíritu profético desde la filosofía: por su lucidez a la hora de enfocar asuntos centrales de la vida contemporánea, como nuestra relación con el trabajo o con la tecnología. 

Desde hace unos días, Zafra también es profeta en su tierra: la Casa de la Cultura de Zuheros lleva su nombre por petición popular. “En realidad, esta Casa de la Cultura Remedios Zafra debería llevar implícito un paréntesis invisible en que se leyera, cuando era niña”, confesó en su discurso de agradecimiento bajo los focos, delante sus vecinos y vecinas. 

Remedios creció y se enfrentó al mundo con asombro en las calles de Zuheros. Hasta que un día decidió volar a otras ciudades, a otras bibliotecas, a otros horizontes, para siempre volver con su canto de sibila, quizás más triste y más cansada, pero también más sabia, a este rincón de la Subbética.

Por el camino se convirtió en investigadora científica en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España (CSIC), en profesora de varias universidades, en Catedrática en Arte y Humanidades, además de en escritora.

En su obra, Zafra analiza la cultura presente y cómo la red modifica nuestras relaciones con el entorno, la sociedad, el pensamiento, el modo de habitar y el propio cuerpo. En su último ensayo, El informe. Trabajo intelectual y tristeza burocrática (Anagrama, 2024) vuelve a reivindicar la necesidad de transformar la filosofía del trabajo mediado por la tecnología.

La charla que viene a continuación merece atención, tranquilidad y tiempo. Todo eso que casi nunca nos permitimos en el curso enfurecido de la vida contemporánea. 

La invitación es a leer sin prisa y a atreverse a pensar por uno mismo. Por una misma.

PREGUNTA (P). Dar nombre a la Casa de la Cultura de Zuheros, tu pueblo ¿aturde, emociona, pesa o todo eso al mismo tiempo?

RESPUESTA (R). Para mí es todavía abrumador, pero reconozco que también es el lugar más bonito y más emocionante que yo podría haber deseado. Porque me siento hija de la educación pública y de lo público y en Zuheros, la Casa de la Cultura es muy de todos. Es una casa comunitaria y creo que hay mucho simbolismo ahí, o al menos, yo tiendo a verlo así. Aunque está mi nombre, quiero pensar que representa el de una generación, la de quienes crecimos en la escuela pública, con la universidad pública y la sanidad pública en un momento en que la democracia traía un nuevo entusiasmo. Crecer además en un pueblo pequeño tenía el aliciente de hacerte sentir esa libertad que da poder salir y entrar de casa porque, en cierta forma, todos en el pueblo te cuidan

Por otra parte, Zuheros también tiene esa cosa peculiar de que casi todo el mundo lo identifica con un pueblo bonito y es verdad que la belleza lo singulariza, pero yo creo que también es un pueblo muy inspirador para lo cultural y para lo intelectual. Lo ilustraría con algo tan peculiar y concreto como que está rodeado de horizontes. Allí donde te mueves en Zuheros hay miradores, hay plazas, hay paseos donde hay horizontes y a mí ese estar rodeada de horizontes me parece que te interpela. ¿Qué es un horizonte sino una oportunidad para preguntarte qué hay más allá?, en ese quedarte observando, dedicando tiempo, algo que hoy se nos hace más valioso que nunca. En cierto modo, la belleza te lleva a preguntarte por el arte, pero las preguntas y la observación te orientan necesariamente a la lectura, la conversación, la cultura.

P. ¿Tu amor por la filosofía nació mirando estos horizontes y leyendo libros de aquella biblioteca?

R. Tuvieron mucho que ver, pero además de la biblioteca pública, donde casi todas las tardes mi hermana y yo íbamos, hablaría también de la biblioteca que una misma va construyendo. El hecho de ser hija de trabajadores que no han podido ir a la escuela, como todos los niños de mi generación en el pueblo, o la mayoría de ellos, hacía que en mi casa no hubiera libros. Pero los maestros animaron a mis padres a conseguirlos y siempre que había algún viaje, nos traían libros. Y es curioso porque durante unos años tuve cierto complejo ya que en el instituto vi que había niños con padres ilustrados que les habían asesorado en determinadas lecturas, mientras mi biblioteca era improbable y dispar, compuesta por colecciones incompletas que mi padre traía de la sección de saldo y oportunidades de Galerías Preciados, donde trabajaba un paisano de Zuheros.

Aquello era maravilloso, pero me hacía preguntarme, yo no he leído los libros que han leído todos. Pero a cambio recuerdo también que mi padre trajo una colección de libros de albañilería y había un libro de piscinas. Entonces en el pueblo, cuando yo era pequeña, sólo había albercas, y apenas alguna piscina que yo aún no había visto.  Esto me animaba a preguntarme ¿si en mi pueblo yo no veo normalmente piscinas, pero los libros me dicen que existen, cuántas cosas habrá en el mundo que yo no conozca?

Zuheros es un pueblo muy inspirador para lo cultural y para lo intelectual

Así que respondiendo a tu pregunta, la filosofía que nos anima a preguntarnos por la existencia y por el sentido tenía mucho que ver con las preguntas que me generaban aquellos libros y, sobre todo, con lo que faltaba. Porque de las colecciones incompletas nacían necesariamente preguntas sobre la ausencia, por ejemplo, por ¿dónde estaban las científicas que en las enciclopedias no aparecían?, ¿acaso estaban en los tomos que no tenía o acaso era algo de lo que no se hablaba?

P. ¿Qué sello te ha imprimido el ser de pueblo?

R. Creo que ser de pueblo y ser de Zuheros es una de esas identidades que he llevado con orgullo y que siempre me ha marcado. Incluso escribí un libro muy poco conocido hace varios años que obtuvo un premio en el Ministerio de Agricultura, y que ahora mismo creo que sólo está accesible en la librería del ministerio, entre libros de olivos y setas. Es un libro de relatos sobre mujeres del mundo rural que se llama Lo mejor (no) es que te vayas, donde reflexionaba sobre esta idea, sobre cómo nos ha marcado a quienes somos de pueblo ese consejo que siempre nos daban nuestros padres de “lo mejor es que te vayas” porque irse era la manera de tener las oportunidades que ellos no habían tenido. Pero, al mismo tiempo, sentíamos que lo que queríamos era quedarnos, sobre todo cuando somos niños. Más en el caso de Zuheros, que tenía ese tamaño justo para que la comunidad fuera una familia que arropa. A veces también apretaba, pero arropaba y cuidaba.

En ese libro reflexionaba sobre una tercera opción que es la que nos hemos visto obligados a seguir quienes somos de pueblo, que es estar y no estar al mismo tiempo, que es vivir fuera, pero vivir con un vínculo muy fuerte, tanto porque nuestra familia sigue estando en el pueblo como porque hay una sensación, o al menos yo la tengo, de que esa identidad es importante, especialmente en la actualidad, en la que el sentido de lo comunitario se está se está transformando. Lo vemos también en los centros de las ciudades, donde había una vida parecida a la de pueblo, de conocer a los vecinos, conocer los nombres de las personas con las que convives y tener la tranquilidad de quienes están cerca, de podernos ayudar. Esto se está viendo transformado y en los pueblos como Zuheros yo creo que eso no sólo se mantiene, sino que quienes son niños tienen el grandísimo tesoro de la libertad. De poder crecer fuera de casa, de salir a la calle a jugar. Jugar es necesario, jugar con otras personas, hablar con otras personas. Veo con emoción a mis sobrinos y a los hijos de mis amigos cuando en vacaciones tienen esa posibilidad de recuperar la vida comunitaria y esto tiene para mí mucho valor. 

P. En tu discurso en la Casa de la Cultura de Zuheros confesaste que “de puertas para adentro, íntimamente, nosotros sabemos que estamos sostenidos por otros nombres”, en tu caso hiciste una lista de cómo te conocen allí: “Reme la de Laura, la de Juan, la hermana de Manoli Zafra, la tita de Miguel y de Álvaro y de Ángela, la que vive en Madrid, la compañera o la amiga del Instituto, del colegio…” . Diciéndolo, dejaste escapar tu acento dormido de la Subbética.

R. El cordobés, y el zuhereño en mi caso, es mi lengua afectiva. Y así como no somos exactamente los mismos frente a nuestra familia, que con los amigos o en nuestro trabajo, también los contextos y lugares nos activan distintas formas de hablar. Creo que la posibilidad de hacerlo nos enriquece. En mi caso este acento nace en la intimidad de sentirme en casa o de volver a casa.

Cuando nos construimos, para mí las identidades tienen que ver con lo que la sociedad hace con nosotros y el sujeto con lo que nosotros hacemos “con lo que la sociedad hace con nosotros”. Esto es una idea de Sartre de la que también hablaba Celia Amorós, y a mí me gusta para diferenciar esas identidades de lo colectivo que heredamos. Yo en casa digo ser “suereña” en vez de zuhereña, por ejemplo, pero también ejerzo la libertad de decidir cuándo y dónde decirlo. La educación nos enseña a valorar lo que heredamos y a ser libres. Si nos limitamos a repetir sin más, estaríamos donde estábamos hace siglos. Las identidades que nos hacen libres “no” son las dogmáticas.

La educación nos enseña a valorar lo que heredamos y a ser libres

P. La cultura tiene un valor inmenso. Es salvadora. ¿Por eso se la degrada más que se la honra?

R. Fíjate, creo que en esa pregunta habría parte de mi respuesta. Se la degrada porque pone en peligro esa cultura hegemónica de la aceleración y de la superficialidad, la cultura de los grandes números, de lo más visto. La cultura algorítmica que predomina en las redes y en la actualidad creo que es muy contraria a esa cultura que reivindicamos, que tiene el poder simbólico de unir colectivamente a quienes piensan distinto, donde personas con maneras diferentes de ver el mundo pueden expresarse desde la imaginación, desde la representación, pero también desde lo que suelo denominar “lo difícilmente narrable”, lo complejo, lo contradictorio, lo matizable o lo que necesita un matiz, un mayor tiempo de profundidad y de atención. Curiosamente, lo que hoy está dificultado y es expulsado de la cultura de la prisa. Y hago un paréntesis para acotar entendiendo que la cultura es algo polisémico.

Sobre hasta qué punto la cultura tiene poder para salvarnos y agarrarnos a la vida, quizá nosotras lo hemos experimentado: que un poema puede salvarnos. Pero su infravaloración está relacionada con la crisis de determinados valores, de la atención, y del pensamiento lento necesarios para apreciar y profundizar. También con un mundo donde la desigualdad y las guerras aumentan. Lo que hoy se prodiga se relaciona con un tipo de valor siempre cuantificable, el valor de lo más visto que pone en riesgo a muchas cosas que importan y que están en el corazón de la cultura.

P. Y una cultura que en estos tiempos parece unirse más a la erudición que al pensamiento.

R. Fíjate, creo que puede tener que ver también con el predominio de la cultura algorítmica, que puede valorar más la acumulación de un contenido que el desarrollo de un pensamiento propio. Siempre me ha interesado mucho esa diferencia entre el erudito y el pensador. Porque habla de modelos distintos, de educar a las personas. Hay veces que la erudición y el pensamiento van de la mano, pero no necesariamente. Me considero mejor pensadora que erudita, porque entre otras cosas, tengo muy mala memoria.

A la cultura se la degrada porque pone en peligro la hegemonía de la aceleración y de la superficialidad

Para mí uno de los principales compromisos con las palabras vendría expresado en esta capacidad de ayudarnos al pensamiento propio, esa que Schopenhauer precisaba al diferenciar las verdades aprendidas, que se adhieren a nosotros como una prótesis, de las verdades ganadas pensándolas por uno mismo y son como un miembro natural porque en realidad nos pertenecen. Coincido en que esto marca la diferencia entre un pensador y un simple erudito.

La inteligencia artificial tiene mucho de esta erudición, pues puede citar y manejar las más increíbles bases de datos y responder y relacionar los conocimientos que otros ya han creado. Pero el pensamiento y, sobre todo, el pensamiento más innovador y sensible sigue teniendo algo que necesitamos cultivar los humanos. Claro que pensar es algo que necesita de contextos para pensar, de tiempos para pensar, hoy muy dificultados por ese torpedeo de la atención que vivimos, por esa mediación constante de pantallas.

P. ¿Cómo apropiarnos en nuestras frágiles vidas contemporáneas del tiempo necesario para atrevernos a pensar ?

R. Es paradójico que en un mundo donde esa tecnología que venía a liberarnos de tareas tediosas y a darnos más tiempo, lo esté boicoteando. Es decir, que el tiempo esté más saturado que nunca y no precisamente para pensar más y pensar mejor. Es tiempo que tiende a llenarse de pantallas. Es como si viviéramos en una suerte de horror vacui, donde hasta los tiempos de vacaciones los llenamos con actividades y los tiempos que tenemos de descanso nos enganchamos a las pantallas en las que, curiosamente, lo que predomina son propuestas sin intervalos, donde pasamos de un vídeo a otro, de un contenido a otro sin que casi medie un espacio para tomar aliento. Y esto no es casual. Claramente forma parte de las lógicas adictivas que de una manera ni siquiera camuflada, las industrias digitales, especialmente las que sostienen las redes sociales, utilizan, porque en ellas nosotros somos el producto y en esa gratuidad llevan años alimentándose de nuestros datos y tiempos, que es lo que recogen a cambio. Como efecto se normaliza porque la mayoría lo hace y se pasa por alto el refuerzo de un mundo más homogeneizado donde se retroalimenta lo complaciente o lo masivo.

Pero me preguntas cómo recuperar estos tiempos, y creo que siendo difícil tiene que ser posible. Pienso que muchas personas ya están tomando conciencia de esta inercia que nos dociliza. Porque esas tecnologías no están movidas por fuerzas sociales, sino monetarias y en muchos casos reaccionarias, favoreciendo desinformación y mensajes de odio que simplifican y parten el mundo en dos. Tomar conciencia, que parece poca cosa, es un primer paso necesario para reapropiarnos del tiempo y enfrentar esta deriva.  

Me considero mejor pensadora que erudita, porque, entre otras cosas, tengo muy mala memoria

P. En uno de los azulejos que descubriste en la casa de la Cultura de Zuheros, se lee una frase de tu último ensayo, El informe: “Fracasar no es no alcanzar el objetivo, es dejar de amarlo”. ¿El desamor, en un sentido amplio, siempre es un fracaso?

R. Muy buena pregunta. Yo creo que muchas frases que se viralizan y nos hacen pensar tienen como contrapartida que pueden perder su contexto. Y efectivamente, el desamor, entendido en un sentido amplio, no tiene por qué ser siempre negativo, pero en el contexto en el que está planteada esta idea sí que a mí me parecía importante ese desamor. De hecho, en el contexto que es mi libro El informe, me refiero a cómo el amor por una práctica creativa ha sido clave para su buen desarrollo, para la mejor versión y sentido de su trabajo, de forma que su pérdida puede suponer un fracaso tanto personal como social. Un amor que a veces llamamos vocación, a veces pasión, un amor que yo he analizado desde su complejidad en El entusiasmo, donde justamente su base era reflexionar sobre la instrumentalización de este entusiasmo por parte de quienes buscan que se trabaje gratis o cobrando con likes y capital simbólico.   

En El informe, sin embargo, el foco está puesto no en la instrumentalización de ese amor sino en su posible pérdida. Y ahí ya incluso los ampliaría, no solamente a los creativos, sino a todos aquellos trabajos que nazcan de una suerte de motivación: desde el artesano que quiere hacer bien su trabajo, el agricultor que ama su trabajo, al escritor o al profesor vocacional. Y me refiero a cómo esos trabajos que nacen de una motivación por querer hacer bien tu trabajo se están viendo boicoteados por los requerimientos tecnológicos, administrativos y burocráticos crecientes. Como si la tecnología estuviera aumentando y no rebajando lo que estamos haciendo mal, llevándonos a sentir que estamos dedicando el tiempo a justificar nuestro trabajo y no a hacer nuestro trabajo.

Esto les pasa tanto a agricultores que tienen que dedicar mucho tiempo a esa burocracia y nos pasa también a muchas personas que nos dedicamos a la investigación o a la docencia cuando se nos pide dedicar horas y energías a la justificación de multitud de aplicaciones en las que tenemos que dar de comer a la máquina, alimentándola de datos, sintiéndonos más pequeños ante la sensación de desconfianza respecto a lo que hacemos. Se pasa por alto que los requerimientos que se piden por ejemplo en la cultura son los mismos que en grandes empresas que cuentan con trabajadores dedicados a la administración, mientras que en este sector se sostienen en la autogestión y polivalencia de hacerlo todo uno mismo.

Esto tiene que ver con ese desamor. Si esto se pone en crisis y al final tendemos a hacer las cosas de cualquier manera, terminas haciendo las cosas más mecánicamente, sin valor ni sentido propio ni social. A mí eso me parece un grandísimo fracaso.

P. El informe tiene como subtítulo Trabajo intelectual y tristeza burocrática. Esto es real. Casi todos hemos llorado con desesperación delante de un formulario electrónico.

R. Esta es una expresión que, de distintas maneras, he escuchado en los testimonios que me llegan: violencia burocrática, tristeza administrativa, tristeza burocrática… y cuando sabemos que se puede llegar hasta el llanto con estas situaciones, especialmente en sectores donde para cobrar 100 euros debes hacer el mismo esfuerzo que quienes cobran 10.000, y ves tus tiempos derramados en burocracias, la tristeza llega. Después probablemente llega la crisis con el valor y el sentido de lo que hacemos, la crisis con esos trabajos imprescindibles para la educación, para el pensamiento, para la crítica, para la rebeldía no bélica… Esos trabajos con lo simbólico y lo difícilmente cuantificable que nos recuerdan qué significa ser humanos.

Tenemos cuerpos del Neolítico y vidas del siglo XXI, que no están pensadas para cuerpos sentados

P. Se cita mucho que vivimos peor que nuestros padres, pero, ¿trabajamos peor que nuestros padres? ¿Con más precariedad y menos derechos?

R. Creo que es una pregunta compleja que no tiene una respuesta sencilla. En muchos sentidos trabajamos y vivimos mejor que nuestros padres y tiene que ver con lo que comentábamos al inicio, con la conciencia y el orgullo que tenemos de que gracias al trabajo colectivo y al trabajo de lo público podemos tener oportunidades que nuestros padres no han tenido y, en muchos sentidos, mejores condiciones de vida y mejores trabajos. Pero creo que algo se está trastocando y que, especialmente en los últimos años, hay un giro de tuerca que está llevando a muchas personas a tomar conciencia de que en otros sentidos estamos peor que nuestros padres. Y me refiero especialmente a nuevas formas de precariedad, a la normalización de problemas de ansiedad y de salud mental, a la pérdida del tiempo propio.

No puede ser que las personas hoy hayamos normalizado que la vida es una vida sin tiempo y esto es algo que sí podían tener nuestros padres, incluso los padres que han tenido las vidas más duras. Yo pienso muchas veces en la dureza del trabajo de mis padres. Mi madre se ha levantado todos los días de su vida, hasta hace prácticamente unos años, a las cinco y media de la mañana para vender el pan y mi padre ha tenido trabajos muy duros. Solamente hace falta ver sus cuerpos, las manos de un padre que ha trabajado en el campo y la cara curtida por el sol. Respecto a ellos podemos decir que somos privilegiadas, claro que sí. Especialmente respecto a nuestras madres, que no sólo no han podido estudiar, y han tenido trabajos duros, sino una vida de sumisión en la que apenas casi podían hablar. Mientras muchos de nuestros padres, incluso los que han tenido trabajos más duros, sí han podido tener esa libertad del tiempo propio, del tiempo para salir, para ir al campo cuando ellos querían, para ir al bar, para ir a la plaza. También han contado con esa salud que deriva de una alimentación sana y de una vida en comunidades pequeñas. 

Cuando comparamos esas vidas con las absolutamente aceleradas, estresadas en las que tienes que medicarte para trabajar, esto es terrible. Porque la ansiedad se ha naturalizado en nuestro día a día y porque con la tecnología, el trabajo no deja de venirnos y todavía no hemos conseguido reorganizar los tiempos y recuperar los tiempos. Pero también las maneras en las que nos alimentamos o las maneras en las que vivimos prácticamente sentados. En El entusiasmo tengo un capítulo, en Las habitaciones de Sibila, donde hago referencia a la historia de una mujer sentada. Una mujer sentada puede describir la vida de muchas de las personas que tienen vidas frente a un ordenador, algo que va en contra de nuestra naturaleza. Tenemos cuerpos del Neolítico y vidas del siglo XXI, que no están pensadas para cuerpos sentados. Esas vidas, esa alimentación, esa aceleración, esa contaminación de las ciudades, ese calentamiento humano que va tan en sintonía con el calentamiento planetario, esa normalización de la precariedad benefician solamente a quienes la rentabilizan, no a quienes padecemos esa aceleración. Creo que esto habla de esa parte en la que hemos empeorado nuestra salud, nuestra vida respecto a nuestros padres y también respecto a la frustración que muchas personas tienen en relación a lo laboral. Aunque yo formo parte de ese grupo de personas privilegiadas que tienen un trabajo estable y por tanto, que ha podido convertir su expectativa en trabajo, vivo en parte esto que narro y encuentro a mi alrededor la normalización de lo precario.

Por tanto, creo que vivimos mejor y peor que nuestros padres, que son las dos cosas al mismo tiempo. Hay fuerzas que se derivan de esos logros colectivos que, insisto, creo que son los que debiéramos retomar y recuperar. Y hay otras que nos están llevando hacia una forma de precariedad, de individualismo competitivo y de aceleración que contribuyen a sentirnos peor porque sentimos que nos falta lo básico de la vida, que es el tiempo en el que sentimos que vivimos.

Sentimos que nos falta lo básico de la vida, que es el tiempo en el que sentimos que vivimos

P. ¿La renta básica universal podría ser clave en la hipotética revolución que nos lleve al postrabajo?

R. Creo que no nos permitimos imaginar alternativas a lo que está ocurriendo. Esa toma de conciencia respecto a que lo que estamos viviendo es muy mejorable y nos está llevando a una mayor desigualdad a nivel global, nos tiene que hacer valorar otras alternativas. Creo que tenemos que poder plantearlas, pensarlas e incluso equivocarnos y aprender de ellas, poder mejorarlas. Para mí, tanto la renta básica como la reducción de la jornada laboral son cuestiones que debemos pensar seriamente, más allá de los titulares, más allá de la simplificación. Tenemos que abordarlas utilizando toda la toda la imaginación y toda la inteligencia. Nos tenemos que obligar a pensar lo social con la exigencia de las cosas que importan.

P. Tu pensamiento siempre ha estado atravesado por el feminismo ¿Temes que la reacción antifeminista de nuestro tiempo pueda devorar los derechos conquistados? ¿No tenemos nada asegurado, tal y como advirtió Simone de Beauvoir?

R. No puedo estar más en sintonía con esa idea que sugieres. Estoy totalmente de acuerdo con que es esencial. Es importantísimo recordar que no tenemos nada asegurado y que la fragilidad de los logros es algo que tenemos que recordar porque son recientes y porque el hecho de que se reitere la palabra feminismo e igualdad es importante, pero no es suficiente. Necesitamos asentar esos logros.

Desde el contexto de investigación donde yo trabajo, hay varios jóvenes investigadores e investigadoras que están trabajando sobre este asunto. Y cuando se investiga y vamos más allá de la mirada rápida, llega a asustar la manera en la que observamos cómo el antifeminismo se está convirtiendo en en el pegamento simbólico de movimientos que predominan en las redes, especialmente los movimientos de ultraderecha. Y esto está ocurriendo a nivel global y a nivel local. Y está ocurriendo también entre personas muy jóvenes que están retroalimentándose de visiones antifeministas. 

Esto ocurre bajo el espejismo de que los números altos sobre los que se sostienen las redes hablan de “pluralidad”, cuando lo que están haciendo es reforzar visiones muy homogéneas que refuerzan lo preconcebido o lo más visto. Estas lógicas están beneficiando visiones polarizadas y simplificadoras que favorecen planteamientos más reaccionarios y conservadores, como efecto se oponen a avances feministas y ponen en la igualdad y en el género un gran foco de tensión. La igualdad hace tambalear los privilegios de muchos unidos en patriarcado y capitalismo, pero también se está usando para despojar de valor y complejidad ese grandísimo reto humano: poder ser socialmente iguales siendo humanamente diferentes.

Simone de Beauvoir quizá lo dijo muy bien, que no hay que darlo todo por sentado. El feminismo es bueno para la humanidad, no solo para las mujeres. Por ello necesitamos ayudarnos entre todas las personas a construir un mundo igualitario y a no caer en la tentación de la simplificación que hoy se prodiga en las redes.

[El antifeminismo] se está usando para despojar de valor y complejidad ese grandísimo reto humano: poder ser socialmente iguales siendo humanamente diferentes

P.  La palabra futuro ¿te suscita más confianza, desconfianza o ambas al mismo tiempo?

R. Me gusta que digas eso de ambas a la vez porque rompe la lógica dual, que hoy es muy predominante. Yo con el futuro pienso que hay que ponerse del lado de la confianza. Creo que la desconfianza es lo que hoy se tiende a alentar en el tecnocapitalismo, porque cuando se reitera que el futuro es peor se anima a que cada cual se busque la vida, es decir se dificulta el vínculo comunitario. Más yo y menos nosotros. Y esa desarticulación social es el mayor riesgo para una humanidad emancipada. Esta lógica de la desconfianza beneficia al capitalismo que responde saciando e miedo al futuro con deseo, consumo y placer, a golpe de botón, aquí y ahora.

Nadie se puede hacer a sí mismo si no tiene el apoyo de la comunidad, especialmente las personas que tienen menos oportunidades, que necesitan de lo comunitario. Para que el mundo sea más igualitario, para que el futuro sea mejor necesitamos de esa comunidad, de esa apuesta y de esa confianza mayor en lo común. A mí esa desconfianza del futuro no me gusta nada, porque creo que para que el futuro sea esperanzador necesita ser un futuro sostenido en lo comunitario. Y siento que hay que rechazar esa idea que se alienta de que el futuro es peor. No, el futuro está en la construcción de posibilidades de futuro.

Me emociona ver a mis estudiantes, a jóvenes investigadores comprometidos con lo colectivo, pensando en plural. Me emociona ver, ahora que vengo de Zuheros, a las pandillas de amigos unidos por vínculos que importan y valorando que tienen que cuidarse entre ellos, porque creo que eso es un reflejo de cuidar lo público y lo comunitario, que para mí es el mejor futuro. Tiene que ver con cómo los humanos nos construimos a nosotros mismos, porque hablamos de cosas que “pueden construirse, que pueden modificarse”. Y en esa posibilidad de cambio es donde siempre late la esperanza.

El futuro está en la construcción de posibilidades de futuro

P. ¿Qué tienes de sibila?

R. Tengo mucho de Sibila, claramente. Primero, porque Sibila materializa una idea para mí importante en la escritura: el poder político y feminista que en la escritura no solo tiene un discurso sino un “modos de narrar”. Sibila es una ficción política y poética que me permite experimentar. Hacerlo en el ensayo, que es un lugar que normalmente se ha vinculado a lo académico y experimentar con las voces, infiltrar esa alteridad de un personaje de ficción, como puede ser una Sibila que representa a trabajadoras y trabajadores contemporáneos. Sibila en mi libro El entusiasmo me permitió una máscara que me hacía sentir más libre en la escritura.

Pero siendo justa diría también que Sibila es un nosotras y es un nosotros. Porque está muy construida con los testimonios de compañeras, investigadores de la universidad en el momento en que la precariedad se empezaba a naturalizar, así como de los testimonios y las vidas de muchos estudiantes que compartían conmigo lo que les pasaba y se sentían bloqueados. Mi situación sin embargo era ambigua, porque experimentaba formas de precariedad, pero tenía el privilegio de un trabajo estable en la universidad. Justamente esa conciencia me obligaba a denunciar y a escribir desde ese nosotros, porque entiendo que quienes tenemos más privilegios tenemos también más responsabilidad.

Quienes tenemos más privilegios tenemos también más responsabilidad

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