Sexo y cine
Parece ser que el sexo no existe. O no debería existir, a tenor de la mentalidad y principios de quienes tradicionalmente han velado por la integridad de nuestras palabras, obras y pensamientos. Si el curioso lector que en este momento deposita un mínimo interés en esta tediosa y adormecedora entrada cinematográfica considera que efectivamente la carne (o el pescado) son mortal pecado, quizá sea mejor que dedique su tiempo a lecturas más piadosas. La opinión del arriba firmante sin duda herirá su sensibilidad. Porque el sexo existe, y además es un buen negocio que si funciona (y funciona), es debido a que genera suficiente oferta para cubrir todas las demandas, incluidas las más impresentables. Por supuesto, estamos hablando de cine.
No puedo (ni quiero) ocultar mi perspectiva de varón más o menos domesticado, no del todo domado, en una sociedad donde el machismo podría tener los siglos contados. Si el sexo existe mal que le pese a muchos (que más a menudo de lo que quisieran ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio), su imagen, su tratamiento, siempre está en el ojo del huracán, sean cuales sean las oscilaciones de la sociedad, tolerante o sancionadora. El sexo se mueve entre libertad y represión. Y el sexo, desde que el cine es cine, es motivo de escándalo, una piedra de toque que continúa irritando y soliviantando a los más puros (o estrechos) de espíritu.
Si en 1896 el famoso ósculo en primer plano de John Rice y May Irwin en el cortometraje The Kiss, de William K.L. Dickson, levantó ampollas, en 1992 la imagen epidérmica de Sharon Stone en Instinto Básico, de Paul Verhoeven, ocasionó un sonoro pifostio y una ofensiva de las asociaciones promoralidad y decencia digna de mejor causa. Todo gira, pues, alrededor de la perspectiva desde la que se mire, del particular punto de vista de cada uno. Al fin y al cabo, la obscenidad no se define por los actos sino por la postura de quien ve y a renglón seguido juzga cuanto ha contemplado.
Y ahora, como diría el gran Antonio Gasset, me voy con la esperanza de que ninguno, durante el fin de semana, se deje llevar por los fanatismos religiosos, políticos o sexuales. Los primeros, por no llevar a nada; los segundos, porque el objeto de deseo suele ser un idiota de renombre; y los últimos, por las continuas frustraciones.
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