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J. M. Ayala / Marta Jiménez

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“Sin el trabajo yo no soy nada. Es mi motor y mi refugio”. La frase es de la científica Estela Anderson, la protagonista de la obra Adictos, jugando a ser dioses, aunque parece más una confesión de la actriz que le da voz, carne y hueso, la gran Lola Herrera.

A la altura de sus 88 años, nada menos, a la actriz de Cinco horas con Mario ni se le ocurre abandonar las tablas ni tampoco parece que el teatro quiera abandonarla a ella, tal y como demostró el público cordobés que abarrotó el sábado el Gran Teatro, incluyendo las localidades sin visibilidad. Conscientes de que el tiempo se le agota, la pena es sentarse frente a una obra que no está a la altura, ni de lejos, del talento de sus tres actrices.

Lola Baldrich y Ana Labordeta, con sus solventes presencias, voces y buen interpretar acompañan a Herrera en esta distopía digital, llena de elementos demasiado trillados en la literatura, las series, el cine y los podcasts. En su trama conviven las democracias amenazadas por las dictaduras digitales; el poder de las grandes tecnológicas y la manipulación; el compromiso político de las ciberguerrillas y, como no, la inteligencia artificial frente al cerebro humano.

El guión es obra del hijo de Herrera, Daniel Dicenta junto a Juanma Gómez, e hila un batiburrillo que dirige, aunque poco se nota su mano, otra grande, Magüi Mira.

Lola Herrera lleva décadas denunciando que no hay gente joven con el talento suficiente para escribir sobre cosas de personas mayores, un hecho del que da fe Adictos. A ello hay que añadir que, por supuesto, no se escribe para mujeres y hay muchos más papeles complejos para hombres mayores. Con estos mimbres y con el respeto que siempre ha demostrado tenerse a sí misma y a sus equipos teatrales, Herrera salva algunos muebles de este naufragio con el brillo de su talento y su sola presencia en escena, incluso tumbada en una cama como pasa la mitad de la función.

Con un decorado blanco, limpio y minimalista, las actrices se mueven con operatividad escénica, a veces en acciones diferentes en el mismo plano teatral, haciendo creíble en algunos momentos la conspiranoica historia, sobre todo, cuando aparece la emoción del hombre que une a dos de ellas en uno de los diálogos con más de verdad de la historia.

Porque aún en textos olvidables como este, la búsqueda de la verdad parece que toma su camino. Y es en el proceso creativo de estas tres actrices que no quieren acomodarse, ni en la obra ni en la vida, donde surge la única magia. Aún más en el caso de Lola Herrera, cuya fe está en el teatro al que le ha regalado durante décadas su gran talento humanista.

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