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Cuestión de tiempo

Juana Guerrero

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Cuando Albert Einstein llegó a la conclusión de que espacio y tiempo son relativos, debió de inspirarse en la vida llevada a cabo por una madre (en esta ocasión me van a disculpar la omisión de los padres corresponsables porque a principios del siglo XX estos brillaban por su ausencia).

En cuestión de Espacio, donde antes de tener descendencia metías 3 cosas ahora cogen 20. Por ejemplo: en el bolso. Si antes ya llevabas mil artilugios de lo más variopintos, ahora le incluyes mil más entre pañales, toallitas, cremita, barra mágica para los moratones, chupete, chupete de reserva, gasa antiestrés,… Y por otra parte, también cambia el concepto de distancia:  lo que antes considerabas que estaba lejísimos (de uso de autobús con trasbordo) ahora te lo recorres a pie en nada, porque empujando carrito buscando que la criatura durmiera te has hecho más kilómetros que Fermín Cacho, y al mismo ritmo atlético, pero, desgraciadamente, sin los mismos resultados a nivel muscular.

Esta optimización y relativización del espacio, aunque fortuita puede considerarse positiva (aunque el bolso te pese el doble), pero lo que nos pasa a las madres y padres corresponsables con el Tiempo es una p… faena. En un principio el tiempo es una obsesión: a qué hora empieza a comer, a qué hora termina, cuando hizo su última caca,… y una ilusión porque te quedas sin tiempo para nada, sólo atinas a mantener con vida a la criatura y a atender tus necesidades fisiológicas básicas (con la criatura en brazos). No hay tiempo para más. El vástago se apodera de todo tu espacio vital. Técnicamente estás secuestrada. De hecho, hay a quienes, una vez que la criatura deja de ser tan absorvente, les persigue el Síndrome de Estocolmo (si, ese que te engancha a quien te secuestra), lo llaman “yo sin mi criatura no voy a ninguna parte”. A mí no me ha pasado, no se porqué. Yo tengo más bien el síndrome de “ahí te quedas niño que por más que llores los viernes son de mami”. Bueno…en verdad es: “cariño, mami sólo va a tirar la basura...”.

Una vez que tienes una criatura, además de renunciar a tu cintura de avispa (a lo mejor la tuya antes era más bien de abeja pero le echas la culpa al embarazo si has cogido unos kilitos que la gente con tal de que te hayas reproducido te lo perdona todo), renuncias a tu plena disponibilidad. Antes de la llegada del nuevo ser, ante una invitación a una cervecita, tu respuesta, inmediata, era: “dame veinte minutos”. Ahora es: “dame un trienio”. Incluso fijar una hora para una cita es todo un reto: no  lo haces a una hora concreta sino en una franja horaria y más bien amplia: “nos vemos entre las nueve y las once”. Y a las once mandas un whatsapp: “me quedan 15 min”, y, al igual que los contadores de las paradas del bus, vas anunciando una llegada que en el peor de los casos puede acabar con un: “mira, que mejor lo dejamos para otro día” (no ha colado lo de la basura y se ha encadenado a tu cuerpo con su mayor puchero).

Y de planificar ni hablar, puedes ir tirando tu agenda porque con el calendario de vacunaciones vas de sobra, es la única cita que difícilmente vas a anular.  No se pueden hacer planes a más de 24 horas porque nunca se sabe cuando aparecerá otro virus para fastidiarte un fin de semana, una festividad,…Imposible reservar unas vacaciones, confirmar la asistencia a una boda, bautizo o comunión. El lado positivo es que el retoño es la excusa perfecta para librarte de aquellos eventos a los que no quieres ir ni de broma (¡¡genial¡¡).

Y por supuesto, por más que lo intentes, el ser puntual se convierte en una carrera de obstáculos. Aunque vas corriendo a todas partes no consigues llegar puntual. Supongo que es cuestión de tiempo pasar de la cadena perpetua a la libertad condicional. Pero... ¡Qué más da¡, si el tiempo es relativo…

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