Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.
Mahmud: El señor de las aguas
Un hombre ya mayor, roto y con el alma destrozada, coge cada mañana su barca de remos y se adentra en el gran lago al-Asad. Es el lago que se formó al construirse el embalse de Tabqa sobre el río Éufrates en los años setenta del pasado siglo XX.
Allí, justo en el centro del gran lago, se pone las gafas de buzo y se sumerge en las aguas que inundan el antiguo poblado donde nació. A pesar de su avanzada edad, sus pulmones aún resisten para una inmersión como ésa. Es un viaje por los hilos de la memoria, y el hombre roto y avejentado se vuelve niño otra vez, pues “envejecer es volver a ser el niño que ya nadie ve”.
Se llama Mahmud Elmachi, es sirio y lo toman por loco. Ha sido profesor de lengua y literatura en el colegio público Baibba, también sepultado por las aguas de la presa de Tabqa. Pero sobre todas las cosas, Mahmud es poeta. Tiene la poesía grabada a fuego en su alma y no puede vivir sin ella. Para él, la poesía es el aliento que le da la vida; es como una barca entre la memoria y el olvido, aquello que le conecta con lo invisible, y por eso tiene siempre un punto de locura.
Se ilusionó, como tantos jóvenes sirios, con la revolución socialista y laica del partido Baaz, sobre todo a raíz del impulso que le dio el general Háfez al-Asad tras acceder a la presidencia en marzo de 1971. Al igual que otros profesores, Mahmud Elmachi se puso al servicio del nuevo gobierno como miembro destacado de los trabajadores de la cultura, escribiendo loas al nuevo régimen baazista y a su magnánimo presidente Háfez. Pensaba que así cumplía con su deber de ciudadano comprometido con la revolución.
En esos años, encontraría el amor, más también el dolor, la pena y la tragedia. Se enamoró de Leila, a la que conoció en el colegio Baibba cuando él era un joven profesor revolucionario y ella una joven administrativa. Pero Leila murió muy pronto, en su primer parto, un parto prematuro que también se llevó a la pequeña recién nacida. Sólo la poesía pudo salvar entonces a Mahmud de la desesperación y el desconsuelo porque, como decía en uno de sus poemas, “cuando se muere un ser querido, cuando se pierde a alguien a quien se le quiere con locura, ya no caben festejos en el corazón”. En ese tiempo de dolor y de zozobra, la poesía le permitía “sacudir la alfombra, ahuyentar los fantasmas”, porque las palabras “son la mano visible del silencio”, la forma en la que se expresa el silencio para que lo entendamos, ese dolor silencioso que te atrapa como una culebra.
Mahmud se fue decepcionando del baazismo al ver su deriva autoritaria, y abandonó, con apenas cuarenta años, las tareas docentes en el colegio refundado de Baibba. Era un acto de rebeldía para no seguir contribuyendo con sus poemas a la consolidación de un régimen que se le hacía cada vez más abominable.
La amenaza que representaron a principios de 1980 los Hermanos Musulmanes para un régimen laico como el de al-Asad, hizo que el control represivo del gobierno se centrara en el islamismo radical, relajando el control político sobre los grupos de la oposición democrática. Eso le permitió a Mahmud y a otros opositores no islamistas, disfrutar de un cierto periodo de liberalización del implacable yugo del partido Baaz y dedicarse de nuevo a escribir y publicar sus poemas en el foro cultural de Alepo.
Allí conocería a Sarah, mujer inquieta y apasionada de la literatura, especialmente de los autores rusos. Diez años más joven que él, Mahmud viajó con ella a París a presentar uno de sus libros (Treinta y dos poemas sobre la vida de un aljibe) y la poesía los unió para siempre. Se casaron a mediados de los años 1980 y tuvieron tres hijos: Salim, Brahim y Nezifé.
Pero, una vez reprimido el islamismo encarnado en los Hermanos Musulmanes, el régimen baazista volvió de nuevo su mano opresora contra la oposición democrática, y Mahmud Elmachi fue encarcelado por el contenido de sus poemas durante tres años, de 1987 a 1990, sufriendo torturas y vejaciones. Salió de la cárcel roto y envejecido, con la mirada apagada, pero con el firme deseo de sobreponerse para así poder atender a Sarah y sus tres hijos y no contagiarles su dolor ni su tristeza. Vivieron en el nuevo poblado de Tabqa junto al gran lago, viendo cómo sus hijos crecían hasta hacerse unos jóvenes fuertes y valerosos.
Murió el presidente Háfez en el año 2000 y le sucedió su hijo Bashar, el joven oftalmólogo que no estaba destinado a la política, sino a la medicina, y que trabajaba entonces en un hospital de Londres. Era su hermano mayor, Basel, el que tenía que haber sido el sucesor al frente del partido Baaz, pero había muerto años antes en un accidente de tráfico. Así, contra su voluntad, Bashar fue llamado a suceder a su padre en la presidencia del partido y de la república siria. Su llegada al poder despertó algunas esperanzas de democratización, que, sin embargo, pronto se verían frustradas al intensificar los métodos represivos de su padre.
Llegó la “primavera árabe” en 2011 y el régimen se vio de nuevo amenazado, tanto por el lado de la oposición democrática, como por parte de un islamismo radical renacido en la figura del Daesh (ISI, estado islámico). Ante la debilidad mostrada por los gobiernos de Túnez y Egipto, que había provocado la caída de sus presidentes Ben Alí y Hosni Mubarak durante las movilizaciones populares, el presidente sirio Bashar al-Asad ordenó la intervención del ejército para reprimir la creciente protesta, desencadenando una brutal guerra civil que aún perdura.
Los hijos de Mahmud se unieron de forma entusiasta al movimiento democrático, pero él, ya viejo y roto, se mostró muy escéptico con las esperanzas de la “primavera árabe”, tanto que escribió un poema en el que decía en uno de sus versos: “Caminamos hacia la primavera/ como hacia una enorme carpa funeraria… Se va la vida entera tras los ataúdes de los muertos/ ¡Ay, dios mío! ¿De quién es ese cortejo fúnebre/ que con tanta prisa escolta la primavera?”. Sus hijos no volvieron, y Sarah fue asesinada por la policía de Bashar o por la milicia del Daesh (qué más da).
Mahmud, solo y desconsolado, se construyó una cabaña en la orilla del gran lago al-Asad, y allí vive ahora entre sus recuerdos, moviendo con la mirada perdida los columpios donde se balanceaban sus tres hijos cuando niños, y luchando contra el olvido con el arma de la poesía. Como una alegoría, Mahmud siente la amenazante presencia del inmenso dique de Tabqa, siempre con el riesgo de romperse por las bombas que caen sobre él desde ambos lados de la presa, y de arrasar todo lo que estaba destinado por el régimen baazista de los Al-Asad a ser próspero y fértil gracias precisamente a la construcción del embalse.
Por las mañanas, muy temprano, Mahmud sale en su pequeña barca, y una vez en el centro del lago se pone las aletas, las gafas de buzo y el respirador, y desciende hasta las ruinas de su antiguo poblado, cubierto ya por un manto de algas y lodo. En ese viaje por el interior del gran lago que parece un mar, Mahmud va recorriendo los rincones donde pasó su infancia, la casa de sus padres, el colegio donde aprendió a leer y donde luego ejerció de profesor, la mezquita, el bar de Farah donde tomaba el té…
En las profundidades de la presa de Tabqa, donde todo es oscuridad, ruina y muerte, Mahmud se reencuentra, sin embargo, con la vida, mientras que, en la superficie soleada y luminosa de los campos circundantes, él sólo halla desolación, dolor y una profunda tristeza. Sumergirse en las aguas del gran lago, es, para Mahmud, un recorrido litúrgico por los hilos de la memoria, un viaje al pasado que lo mantiene vivo mientras en la orilla espera la muerte con la serenidad del que sabe que ya nada puede esperar de la vida.
La vida de Mahmud Elmachi no ha sido narrada por un escritor sirio, sino por el belga Antoine Wauters. En su “Mahmud, o el señor de las aguas” (libro inclasificable: poema en prosa, prosa poética, novela poetizada…), Wauters nos muestra la capacidad de la literatura para iluminar el ángulo oscuro de la historia oficial de los pueblos. En definitiva, el mágico poder de lo literario para trasladarnos a lugares que nunca hemos visitado, pero que nos permite vivirlos como si formáramos parte de ellos.
Sobre este blog
Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.
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