Tragedia griega
Primera escena: en un teatro griego, en Taomina, se celebra una representación. Un coro de actores, con los rostros cubiertos con máscaras y vestidos como solían los oficiantes en el teatro clásico, recita una obra, a primera vista una versión de Edipo. Pronto, no obstante, veremos que no hablan tanto del tebano que se arrancó los ojos tras yacer con su madre, sino de un vulgar periodista deportivo de Nueva York. Última escena: el coro sigue con su representación y se lanza a bailar, exactamente igual que en un musical de Broadway. La misma coreografía, la misma música, la misma precisión de movimientos.
Entre ambas secuencias, la peripecia, constantemente puntuada por la aparición de esos mismos actores y del corifeo (F. Murray Abraham), del periodista deportivo (Allen, of course), padre de adopción, marido a punto de ser engañado por su atractiva esposa (Bonham-Carter, en un curioso cambio de registro del que sale muy bien parada) y empeñado en conocer a la madre biológica de su niño, sólo para darse cuenta de: a) que es una puta muy atractiva, chillona y de buen corazón; b) que los antecedentes biológicos de la criatura son cualquier cosa menos geniales e incluyen antepasados con propensión hacia el robo, el tráfico de drogas, la prostitución y otros detalles sin importancia; y c) que pensando en el futuro de su hijo, necesita dignificar a su madre, tan poco presentable o, dicho de otra manera, que está dispuesto a interponerse en los designios de los dioses, como si de un héroe griego se tratara. Inspirada, brillante, decididamente encantadora, la semana pasada tuve la oportunidad de repasar la estupenda Poderosa Afrodita, otra comprobación más de que el talento de Woody Allen, más allá de las obras maestras que cada siete u ocho años nos deja, no conoce límites.
Sin apartarse ni un ápice de sus constantes temáticas, sus bromas sobre la cultura, los ambientes de Manhattan; con una mirada menos experimental que en Maridos y mujeres, y sin la enjundia moral de Delitos y faltas, pero con la misma endiablada capacidad de sacarse de la manga un argumento que en otras manos sería sencillamente infilmable, Allen compone una película que a simple vista se diría simplemente una comedia inteligente, con sus situaciones jocosas, como en la secuencia magistral en la que Mira Sorvino, el gran hallazgo actoral del filme, intenta aplicar a Allen su sapiencia profesional y éste, imbuido de un destino que es otro, como en cualquier tragedia clásica, intenta resistirse al acoso de cosquilleos y mordisquillos; o aquella otra en la que el pardillo Rappaport descubre en su despedida de soltero que su prometida es una diosa del cine porno.
Pero más allá de esto, la cinta se erige como una reivindicación de la libertad del artista para escoger allá donde crea conveniente sus referencias e influencias (o el objeto de sus dardos), sean éstas el jazz, Broadway o la mismísima tradición grecolatina. Y cómo de paso, sin subrayarlo pero dejando bien clara su posición, Woody Allen toma partido en una de las polémicas ideológicas que de vez en cuando sacude el universo de los listos y los cantamañanas con librea, de los mamones pedantes y las mierdecillas académicas: la pretendida determinación de la inteligencia por razones genéticas y por encima de las condiciones de vida, sociales y educacionales de una comunidad. Es éste uno de los caballos de batalla del extremismo neofascista tan de moda en nuestro entorno y tan arraigado en los Estados Unidos, que intenta explicar que tal o cual minoría étnica posee un cociente intelectual inferior al normal, o sea, de quienes juzgan por imposiciones de raza, tribu o parentesco.
Y todo ello es resaltado en esta estupenda película sin renunciar nunca a hacer reír, sin dejar de poner su habitual personaje en la picota, sin abdicar (…) a lo que constituye su esencia como artista. Coherencia, inspiración, libertad de elección: no se le puede pedir más a un creador. O sí: tan sólo desearle que su estado de gracia le dure mucho, mucho tiempo.
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