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Fernando González Viñas: “Los muertos son muy puñeteros, siempre apuntándote al cogote con sus brillantes pupilas”

Un 'selfie' del escritor Fernando González Viñas.

Juan José Fernández Palomo

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Fernando González Viñas acaba de publicar El traje del muerto (ediciones En Huida, colección El Refugio). Es la segunda novela de este también ensayista y traductor. Una “novela funeraria” que retoma ese subgénero literario, tan presente en la tradición española de narradores y guionistas como Rafael Azcona, y que Fernando actualiza.

Partiendo de una peripecia autobiográfica que le ocurrió en el Imperio del Sol Naciente, el autor recuerda los entierros a los que ha tenido que asistir mientras urde una trama negra en la que educadas y afables señoras son protagonistas. Del Valle de los Pedroches hasta Ultramar, El traje del muerto es también un manual de cómo comportarse en funerales, velorios y entierros compartiendo elegancia, saber estar y alguna que otra sonrisa.

Recuerden que todos vamos de entierro. Por lo menos, a uno.

PREGUNTA. Llega un momento en que todos llevamos ropa de muertos. Por herencia, por préstamo o por las tiendas de segunda mano. ¿A ti te pasa lo mismo?

RESPUESTA. Tú lo sabes bien. Conociste la muerte de cerca –y maternal- mucho antes que yo. A veces pienso que ni memoria, ni recuerdos, ni leches, lo que recordamos de los muertos son las camisas que no nos están bien pero que ahí siguen, colgadas sin el cuerpo en nuestros armarios. Todas me están grandes, tuve que viajar a ultramar para que el traje de un muerto me estuviese bien, como explico en la novela. Claro que allí no conocen el bollycao.

P. En tu novela, las señoras mantienen el truculento negocio familiar, infalibles, sin apenas mover los párpados. ¿Has querido empoderar a las afables titas, abuelas y cuñadas, o es cosa “natural”?

R. Es un verbo feísimo ese de “empoderar”, fonéticamente sin gracia, independientemente de su precioso valor. Decía el sociólogo Manuel Delgado Gil en De la muerte de un Dios que la estructura social estaba creada por las mujeres, un ejercicio callado mientras los primeros sapiens masculinos cazaban marsupiales y facóqueros. Por tanto, es cosa natural, antropológicamente natural. ¡Pero si eso ya nos lo contó Frank Capra en Arsénico por compasión!

P. Entierros casi paleocristianos en un pueblo del Valle de  los Pedroches y entierros budistas en una megalópoli del oriente ultramarino. ¿Semejanzas y diferencias?

R. Me vas a hacer destripar la novela, eso que ahora los modernos llaman spoiler. Hace 25 años no las había, salvo que el muerto iba a trozos en el budismo, en su cajita forrada de raso, y en Los Pedroches te lo enseñaban boca arriba en una caja con los pelos saliéndosele por la nariz. Pero los deudos iban de luto, de negro, aquí y en ultramar. Ahora aquí la gente se va en chándal a los entierros: es un anuncio del fin de nuestra civilización. En mi primer y único entierro allí, como cuento en la novela, que tiene cosas muy reales, yo llevaba los huesos del muerto en una caja y vestía un impoluto traje azabache que había pertenecido al muerto, amén de unos zapatos de segundo pie, seguro que de otro muerto, que compré un día en Granada y que eran de la marca alemana Stübbe. Ya sabes, como escribió Paul Celan en su famoso poema: “La muerte es un maestro alemán…”. En definitiva, que ahora mismo un entierro nipón es una cosa digna de verse, como para organizar viajes turísticos, algo que por cierto ya hizo Toni Leblanc en la película Los tramposos.

P. En la aldea global, ¿guardamos algún muerto en un armario de Ikea o de Leroy Merlin?

R. Los muertos son muy puñeteros, siempre apuntándote al cogote con sus brillantes pupilas. Yo he llegado a soñar con muertos que habían resucitado, es decir, en el sueño era consciente de que estaban muertos pero me hablaban y yo en el sueño me decía: ¡sapristi, ha resucitado! ¿Queremos que los muertos salgan del armario? Sería un titular para la revista ZERO.

P. La sombra de Azcona en tu novela es alargada. Otro muerto al que echamos de menos. ¿Lo tuviste presente mientras escribías?

R. ¿Cómo es posible que cualquier mindundi tenga una estatua en este país y Azcona no tenga ni una rotonda? ¿Qué se enseña en los colegios? Segunda evidencia del fin de nuestra civilización. Azcona está en nuestro tuétano y mis deudas con él son infinitas, desde sus guiones de El cochecito hasta La escopeta nacional. Él, aunque no las titulase así, es el máximo representante de la novela funeraria, a la que adscribo la mía, con su Nene, los muertos no se tocan. Cuya frase inicial es en sí un haiku ibérico: “Don Fabián Bígaro Perlé estaba convencido de que morirse en primavera era un despropósito”. Le debo mucho a toda esa literatura funeraria que inicia Jorge Manrique con las Coplas a la muerte de su padre. Y a Antonio Machado con aquello de “moscas vulgares (…) sobre la carta de amor, sobre los párpados yertos de los muertos”. Y sí, le debo mucho a Azcona, y también a la UHF, además de a los tebeos de Doña Urraca.

P. Después de publicar tu libro, nos enteramos de que un empresa en Brooklyn (USA) baraja la posibilidad de hacer compost con los cadáveres humanos y, así, abonar la tierra. ¿Eres un adelantado?

R. Periódicamente nos llegan noticias inquietantes desde los EE UU. ¿Qué se puede esperar del país que crionizó a la espera de resurrección al mayor corruptor de las mentes de los menores del siglo XX, Walt Disney? Yo, si se pone de moda el asunto, lo voy a sentir mucho por los paleontólogos y arqueólogos, ¿qué va a ser de ellos?

P. ¿Es eso “economía circular”, puede salvar al Planeta?

R. La única que podía salvar el planeta era mi madre, que cuando veía las cosas enfangadas daba rápidamente la solución: una guerra que mate unos pocos millones de tontos y algún listo. Ella echaba mucho de menos esos tiempos en los que los niños de su edad “se morían como chinches” y el cura del pueblo les ponía a los supervivientes unas alas de cartón para que fuesen de angelitos delante del ataudcito blanco. Sí, mi madre no cabe duda de que se divirtió mucho. Por otra parte, el planeta está salvado: al planeta que haga más o menos calor le importa un pimiento; matar una especie, crear otra, destruir definitivamente al homo sapiens, que tantas bolsas de plástico necesita cuando antes lo solucionaba con la talega del pan… Eso el planeta lo hace como nadie. Los que no estamos salvados somos nosotros, ni las ranas, ni esos ñus que viven tan cerca de los leones. ¿Y quién será el culpable? El otro. El culpable siempre es otro.

P. ¿Tienes algún entierro pendiente?

R. Creo que estoy en un impasse, par y blanco. Como cuando en el cine de verano se cortaba la película y aparecía la frase “visite nuestro ambigú”. Estoy comprando pipas con sal y un vargas a la espera de que llegue la segunda parte de enterrar a los muertos cercanos, que espero que tarde mucho, porque corre un airecito agradable aquí en la barra del ambigú.

P. ¿Será el mío?

R. Somos de la misma quinta, así que haz el favor de dejar de fumar y cuidarte un poco porque no quiero que tu hermano se lleve un disgusto. Pero siendo sincero, como portero de furbito no se va a perder gran cosa, aunque una vez estuviste extraordinario en Montalbán.

P. ¿Será el tuyo? A ése fijo que vas.

R. El problema con el mío es que puede que solo vaya yo, es decir, que me pille en ultramar, donde paso media vida, y no os enteréis hasta que los que juegan conmigo aquí los jueves al fútbol comiencen a recordar que antes acudía uno, un tipo fino con camisas de cuellos de los 70, que les metía pases filtrados milimétricos al pie y que luego ellos desaprovechaban míseramente. Puede que ahí quede todo mi recuerdo, solo me añorarán unos tuercebotas que lo más redondo que han visto en su vida ha sido una jícara de chocolate. Qué triste, la verdad. Pero todo puede ser susceptible de empeorar. Al ritmo que vamos, temo que en los tanatorios de las Españas acaben poniendo reaggeton de hilo musical, y ante esa tesitura, lo mejor es estar muerto.

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