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La vida en un trasplante (I)

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Carmen Reina

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Son las 15.30 horas de la tarde de un lunes. La sala de diálisis está en penumbra, con la luz necesaria para propiciar la relajación de quienes pasan varias horas al día enganchados a una máquina para poder vivir porque sus riñones no funcionan. Pablo llega puntual a esta cita con la supervivencia que tiene tres veces por semana, durante tres horas cada día. Cordobés, comercial de farmacia de profesión, acaba de cumplir 63 años, y desde hace cinco meses la máquina de diálisis es su tabla de salvación.

La diabetes que sufre desde hace años le dio un grave aviso hace tiempo. Llegó a perder la visión y, después de una decena de operaciones, la logró recuperar en un ojo. Los controles sobre su enfermedad le han acompañado toda la vida, pero hace seis meses que le pusieron en alerta: sus riñones estaban dejando de funcionar. La diálisis se hacía irremediable.

“Tu vida cambia. Se afronta mal. Yo, hasta hace unos días estaba trabajando. Y ahora dependes de la máquina”. Su día a día, su vida, ahora la marca ella. Lo cuenta mientras ‘la maquina’ hace su función, enganchada a su cuerpo para depurar las toxinas y el exceso de agua en sangre que sus riñones ya no son capaces de eliminar. A su alrededor, la sala está llena de personas que, como él dependen de la diálisis. Se conocen de cada sesión, comparten preocupaciones y anhelos. Unas llevan solo meses, como él; otras ya, años. Y ese es un horizonte que Pablo no quiere mirar. No puede mirar.

La diabetes ha sido muy agresiva en los últimos tiempos y el deterioro de sus riñones ha sido muy rápido. Más allá de la necesidad de la diálisis, su día a día se ha hecho cuesta arriba. “Noto calambres, dolores en las articulaciones. Como no elimino líquido, el cuerpo se me encharca. Cuando pasa el fin de semana sin venir a diálisis, a veces no me vale sólo con la sesión del lunes y tengo que volver el martes”. En varias ocasiones ha tenido que acudir, incluso, a Urgencias cuando nota que no puede respirar, que su cuerpo “se encharca”.

Porque eso, los líquidos, se han convertido en su peor enemigo. Ha tenido que eliminar de su dieta todos los posibles y las sustancias que los retienen. Sueña con ello. “Lo que más se echa de menos es poder beber un vaso de agua”. Un sencillo vaso de agua. Ahora solo puede tomar algunos sorbos al día, lo establecido por su doctora, cuenta con la mirada triste.

‘Su doctora’ es la nefróloga que le vigila desde hace meses. Es quien le ha realizado el seguimiento de su enfermedad y quien le anunció que debía someterse a diálisis. Pero, sobre todo, es quien le ha puesto frente a la realidad para decirle por dónde pasa su futuro: “Pablo, necesitas un trasplante, me ha dicho”, asume con una preocupación que trata de convertir en esperanza. El trasplante de un riñón es la solución a su deteriorado estado. “Mis riñones parecen dos pasas. No sirven”, cuenta gráficamente después de las pruebas en Nefrología en el Hospital Reina Sofía de Córdoba.

Allí, su doctora le explica cómo la solución pasa por un trasplante. Sus riñones van empeorando y hay que tomar una decisión. “Él es un paciente joven, con muy buena calidad de vida”, le cuenta para explicarle cómo está a tiempo de que un nuevo órgano cambie su día a día. “El trasplante es la mejor opción de supervivencia para el paciente”. Supervivencia. Porque de eso se trata, de la vida misma.

Con esa esperanza, Pablo pasa a ocupar un lugar en la lista de espera de trasplante de riñón. En estos meses, no se despega del teléfono a la espera de la llamada que le anuncie que hay un órgano para él. Pero cuenta, le ha dicho la doctora, con un obstáculo. Su grupo sanguíneo es el 0, donde hay más pacientes en lista de espera y, además, muchos jóvenes. Nunca se puede saber cuándo va a llegar un órgano, pero los números dicen que en este grupo el tiempo de espera suele ser más largo que en otros.

La generosidad tiene nombre de mujer

Lo que los números no miden es la generosidad y, en la vida de Pablo, ha aparecido con letras mayúsculas. Tiene nombre de mujer y es el de su esposa, Rafi. Cuando escuchó a los médicos plantear la solución del trasplante para su marido, dio un paso al frente para ofrecerle uno de sus riñones. Sin dudarlo. Con una admirable normalidad. Donar en vida para dar vida. Pura lógica.

Ella, con 60 años y una vitalidad que ya la quisieran muchos jóvenes, viene siendo testigo al lado de Pablo del deterioro físico de su marido en los últimos meses. No se le ha pasado por la mente otra cosa que no fuera ofrecerse para ser su donante. También lo han hecho, sus dos hijas, incluso un compañero de trabajo de Pablo pero, si médicamente es posible, Rafi está decidida a dar el paso y compartir con su marido la vida, en el más amplio sentido.

Recordaba del primero de sus embarazos que unas pruebas mostraron que su marido y ella compartían el mismo RH sanguíneo. Y eso le dio el pálpito para confiar en que serían compatibles para la donación. Su decisión, su positividad y su confianza pueden con todos los miedos de la pareja y con los delicados pasos de un camino que se antoja decisivo y al que se aferran para soñar con un final feliz.

Durante meses, Rafi se ha sometido a un exhaustivo estudio médico que, además de verificar la compatibilidad con su marido y el buen estado de sus riñones, ha comprobado su salud palmo a palmo. “Me han hecho una ITV completa”, dice sin perder el buen humor con el que alimenta la espera de su marido. Superados todos los informes médicos, el Comité de Ética del hospital se asegura de que la donación es adecuada, totalmente libre, voluntaria, sin ningún tipo de presiones ni contraprestaciones. Después de eso, solo faltan las firmas en el juzgado que autoriza finalmente la donación de donante vivo. Tres firmas: una rúbrica para autorizar que le extraigan el órgano, otra firma para donárselo a su marido y una tercera, de Pablo, para aceptar el regalo que jamás pensó que le haría su mujer. El proceso administrativo ha concluido, finalmente. Ya tienen luz verde para la donación y el trasplante.

Pero, mientras tanto, el teléfono suena.

Desde que se vislumbró la posibilidad de que su mujer le donara un riñón, el estudio de esa vía se emprendió sin dejar de estar en lista de espera de donación de un órgano de cadáver. Esa posibilidad alivia a Pablo, que no deja de pensar en que su mujer se va a someter a una operación y a quedarse con un solo riñón por él. Y el teléfono ha sonado. Tres veces. Tres ocasiones en las que ha recibido un mensaje: “Hay un posible donante para usted”. Tres momentos en que el nerviosismo y la esperanza se han dado la mano en el trayecto al hospital, también durante la espera en la sala donde son llamados varios pacientes que necesitan un riñón para ver su estado de salud en ese momento y dirimir quién es el afortunado. Tres veces en que Pablo pensaba que Rafi se iba a librar de meterse en un quirófano por pura generosidad. Tres ocasiones en las que, al final, Pablo ha sido el paciente con menos compatibilidad para el órgano que se ofrecía.

No era su momento. Parece que estaba escrito que esta pareja tiene que compartir toda su vida, con mayúsculas. Ahora, les espera el quirófano...

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