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Comerte el mollete

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Antonio Agredano

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Extrañar un culo es parte del amar. Yo, que he querido en la distancia, eché de menos las tetas y los coños, los lunares, los pies y las sonrisas. Porque las sonrisas son sexo futuro y tan físicas como las cachas y las escápulas. Lo digo por el novio de María, la concursante de Operación Triunfo, que ayer salió al plató como un toro de chiqueros. Dijo que echaba de menos el culo de su novia y que lo primero que iban a hacer cuando salieran de la casa era follar.

Ella no estaba cohibida. Reía y asentía. Imaginaban juntos, aquellos tórtolos, ante toda España, ese polvo del porvenir, ese caliqueño invisible aún, pero que ya enrojecía las mejillas y bombeaba sangre del corazón al trópico, del inmaculado amor al velloso celo. Había amor en su atropellado espectáculo. Un romanticismo disfrazado con piel de oso. Dos pintamonas. Dos ruchos. Dos enamorados. No es el tipo de hombre con el que yo me casaría, pero quien soy yo para dar consejos.

No está de moda practicar sexo. Ya lo vaticinaron las Papá Levante. Tampoco expresarlo con desmedida. Como si el sexo fuera una cosa y el amor otra. Como si no estuvieran, casi siempre, engarzados como una cadena que pende en el pecho. “Ya he sacado el billete para ir a comerte el mollete”, le escribí en un whatsapp a una novia que tuve en Madrid. Llevábamos dos meses sin vernos. No le hablé de ir al Museo del Prado, ni de las ganas que tenía de escuchar su voz.

En esa futura comida de coño había una declaración de amor impaciente y cerril. Seis horas y media en autobús de ALSA. ALSA, como IKEA, son medidas del amor. Pruebas hercúleas. Una sentimental supervivencia. En el querer hay instantes de fiereza. Un gemido melódico. Apretarse los cuerpos como trepando juntos al árbol de la vida. ¿Cuántos “tengo ganas de verte” esconden un revolcón nocturno?, ¿cuántas fantásticas felaciones, cuántos efervescentes cunilingus, se pierden por el tibio uso de los verbos?

Los autobuses son tristes. Huelen a chorizo y a despedidas. Por eso, imaginar su cuerpo desnudo sobre la colcha florida fue un consuelo. Una esperanza caliente. Un refugio. Yo ya no sé qué decir para que todo suene armónico en este mundo tan sensible. Palpar el culo de la mujer amada. Un agarradero de la existencia. Follar en los servicios de los bares. Desearse. Impúdicamente. Desearse en prime-time. Anunciar esa comunicación de carne. Ese invierno de salivas.

“¿Conoces el cálido progreso bajo las estrellas? (…) Necesitamos grandes y doradas cópulas”, recitaba Jim Morrison. Querer follar y decirlo así. Como un eructo. Sin filtros de Instagram. Sin poemas de Benedetti. Con irracionalidad y urgencia. Mejor eso que el deseo larvado, suavón y templado, refinado y lamioso. Mejor el berrido crudo, anunciado y ruidoso, improvisado y orgásmico; que la arquitectura romantizoide y servil, tan mal satisfecha, tan confusa y desequilibrada. Hablamos de parejas que se aman. Pasa con los amores lo mismo que con los portales de Belén, que cada uno se lo monta a su gusto.

No sé si lo que dijo Pablo de María, ante la confusa audiencia, es machista o no. No me toca a mí decirlo. En Twitter encontrarán miles de formadas respuestas a esa duda. Humildemente, y desde la ignorancia, entiendo que una cosa es sexualizar a la mujer, un proceso social desdeñoso y machista, y otra verbalizar puntualmente la pasión que te une a la mujer que es tu pareja, aunque no fuera ni el sitio ni el momento ideal para ese tipo de baladronadas. Llamar sexo al sexo. Un impertinente calentón. Podemos hablar de improcedencia, pero no de desprecio. Yo sólo vi a dos jóvenes cachondos tras días sin tocarse, ni olerse, ni besarse. Había ganas de pillar a María tras lo de la “mariconez”, que esa es otra. Desearse a voces, por lo visto, desacredita sus principios.

Si Pablo hubiera dicho “echo de menos su mirada al despertar”, nadie estaría hablando sobre esto. Aunque tan humanos son sus ojos como su culo. Tan de ella es su cuerpo como su voz. Membrana del iris, tejido adiposo, lecciones de anatomía. Cuerpo y voz, ambas, por cierto, educadas en la academia. Es un concurso musical donde todos están sanos, fuertes y delgados. Donde todos bailan, se visten de forma atractiva, hacen gimnasia a diario y reciben buenos hábitos de alimentación. Pianos y soja. Melismas y abdominales. Sobre coherencia faltan manuales.

Echar de menos los besos y el meloseo. Deshacer la cama y enredarse. El laberinto de piernas y el juego de los faquires. La ausencia engendra monstruos. Cada polvo no echado es apuntado por dios en un cuaderno rojo y nos lo terminará cobrando. El amor no es, sólo, compartir una manta viendo series en Netflix. El amor no es elegir el color de las cortinas. El amor no es brindar con vino extremeño en una comida familiar. El amor es decirle a la mujer que amas que echas de menos hundir la boca en su coño y emulsionar hasta el merengue a lametazos. Aunque España se horrorice desde el sofá y se les atragante la ensalada de canónigos y quinoa.

Dejemos a Pablo y María que se amen así de brutamente. En un programa tan medido, tan artificial, tan lleno de maniquíes, se agradece la bufonada y la ruptura del guión. Muchos de los que hoy se escandalizan en las redes, pagaron su entrada para ver magro en espectáculos como The Hole. Tampoco hay que alarmarse. Van las futuras novias con felpas de pollas en la cabeza. La moralina es como un polen que produce goteo nasal y secreción lagrimal. Follar también es un estado de ánimo.

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