El odio
Gritó “arriba España” cuando el delantero blanco batió al guardameta azulgrana. El forofo jaleó a los suyos frente al concurrido televisor, al tiempo que insultaba a los catalanes y esgrimía su racismo ancestral llamando mono al contrario de aspecto negroide. Su hijo tomaba nota del aprendizaje, emulando los gestos y ademanes de su padre cubata en mano. Un adulto que no llegaba a los cuarenta años. El ambiente estaba crispado el sábado por la tarde en el salón del bar del pueblo. Iba perdiendo el Real Madrid.
Horas más tarde, ante el imponente mástil patrio en la capital de España, miles de personas gritaban justicia para un país, exigiendo “vencedores y vencidos”, sepultando en la cripta de la Historia el espíritu de la reconciliación nacional que quiso armar la transición. Arremetían contra el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el alcalde de Almagro arriaba la bandera azul de la Unión, decidiendo la segregación de su pueblo del continente, reclamando por unas horas el regreso al aislacionismo franquista, que achacaba los males de la “patria” a los extranjeros, porque fuera de nuestras fronteras “nada bueno podría haber”. Rajoy sigue confundiendo Génova con La Moncloa y arremete también contra la polémica sentencia, enviando a Colón a su ala ultra que fue increpada porque los “vencedores” clamaban el fin del Estado de Derecho y el regreso al viejo Régimen.
Como la iglesia católica que impone la cruz obligatoria en las aulas para que la religión puntúe en la nueva cruzada que está urdiendo el poder y las castas dominantes. Rosa Díez, tiene su minuto de gloria y arrastra al Psoe a votar junto al PP que España es Una, y que el separatismo no es asumible y la independencia se decide en Madrid.
Un ambiente de odio comienza a extenderse y se jalea en los medios, que lo venden en el espectáculo del enfrentamiento y el griterío. El cainismo sigue latente en la conciencia colectiva de un pueblo al que conducen otra vez hacia la vehemencia emocional, la que escarba en las pasiones y arrincona la razón, tensando las tirantas de la convivencia que comienza a resquebrajarse, como cada tarde de fútbol cuando los depauperados españoles vomitan contra el contrario y escupen sus propias miserias, en un exorcismo conveniente para que resucite el enemigo, tan útil en tiempos opacos.
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