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El hombre que salió a por alcaparrones

Juan José Fernández Palomo

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(vagamente basado en hechos reales)

Soy un hombre al que se le ocurre salir al campo en búsqueda de unos cuantos alcaparrones. Creo que los quiero para hacer una vinagreta y aliñar una ensalada de borrajas o tagarninas. O de borrajas y tagarninas. Es posible que los ponga en salmuera en un bote de Nescafé. También puedo usarlos para decorar una pizza que le voy a preparar a mi nieto que llega mañana. Mi nieto es la prolongación de mi hija que es una prolongación mía. Si esto fuera un silogismo, acabaría diciendo que, por lo tanto, mi nieto es una prolongación de mí. Es posible que todo en una vida común y anónima sea un silogismo y que el anciano que ahora soy sea la frase final del silogismo que empezó en el niño que fui; el mismo que vivió una infancia en color sepia repleta de ausencias de las que no se hablaba, con pantalones cortos y costrones en las rodillas. Lo que pasa es que yo no sé qué es un silogismo y jamás he usado esa palabra.

Me adentro por una vereda láctea de memoria que tiene alguna curva y es posible que se bifurque al final, pero no veo alcaparrones. Sí recuerdo que solía cuidar un rebaño de cabras que, a veces, comían alcaparrones. Un día, un chivo se partió una pata y acabó asado sobre brasas en una fiesta a la que acudieron algunos vecinos y mis primos. Mis mayores decían que lo primero que hay que comerse de una cabeza de chivo asada son los ojos, después los sesos. Seguro que tenían una buena razón para decir eso. Y hacerlo, claro.

El sol se pone y yo sigo sin encontrar los puñeteros alcaparrones. Deberían estar por aquí. Creo que debo volver a casa... En mi casa hay una mujer que cose por las tardes y también hay un canario que vive en una jaula con la puerta abierta que cuelga de la pared del cuarto de costura que da al patio. Por las tardes yo riego el patio, los geranios, la buganvilla y el arriate de la hierbabuena. Y huele muy bien a tierra mojada.

Ya hace rato que se ha echado la noche y sigo por la vereda que me lleva. Porque me lleva; no sé adónde, pero me lleva. Las veredas son una creación anónima, no tienen firma de arquitecto, perito agrónomo o urbanista alguno. Tal vez sean una construcción social, como una vida, una fiesta de bautizo o un velatorio con pasteles y café.

Al fondo se intuyen unas luces. Es el pueblo. Mi pueblo es pequeño y no tiene muchas luces; en eso es como el alcalde.

Entro por el paseo de la estación que ya no hay. Cuando yo era chico sí había estación y paraba un tren de vía estrecha. De los vagones subían y bajaban personas, chivos y borregos. Pero eso ya no ocurre.

Mi casa está en una calle que hace repecho. La puerta siempre está abierta, como la jaula del canario. Mi mujer sigue cosiendo con las gafas en la punta de la nariz y el pájaro duerme de pie en su casita de rejas de alambre con la cabeza hundida entre las plumas.

Ya estoy aquí; pero no traigo los alcaparrones. Bueno, no pasa nada. Anda ponte un vaso de leche y coge una perruna de la lata de la alacena. Y acuéstate, que estarás cansado.

Sí, eso voy a hacer, eso voy a hacer...

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