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Treinta años sin Rafael Botí: el pupilo de Romero de Torres y vanguardista en París que eligió su propio camino

Rafael Botí y Julio Anguita, en la entrega de la Medalla de Oro de Córdoba, en 1979.

Juan Velasco

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La figura del pintor Rafael Botí vive este 2025 que está a punto de terminar un renacido interés producto de la conjunción de varios aniversarios: Se cumplen 125 años de su nacimiento, 30 de su muerte y una década desde que abrió el centro que lleva su nombre. Su figura, sin embargo, permanece aún en un discreto lugar para el gran público, casi en consonancia con la vida que llevó el propio artista, uno de esos creadores silenciosos cuya obra, ajena a las urgencias de cada época, adquiere con el tiempo una nitidez inesperada.

Hablamos de un pintor con una mirada muy particular (y muy musical, ya que se dedicó a esta última profesión durante años). También de una persona con una vida muy interesante: fue discípulo de Romero de Torres, refinado por la disciplina neocubista de Vázquez Díaz y marcado por el pulso de la vanguardia parisina de los años 30.

Con esos mimbres, Botí construyó un territorio propio: una pintura íntima y depurada, que encontró en la memoria de Córdoba —sus patios, sus silencios, su luz detenida— un refugio emocional y estético. Su trayectoria, siempre a contracorriente, configura hoy un relato de fidelidad radical a una mirada.

En este contexto, la Diputación de Córdoba ha publicado un extenso catálogo que aspira a fijar la presencia del pintor en el mapa de la modernidad española. El volumen, alentado por su hijo Rafael Botí Torres, reúne un centenar de obras y permite seguir la evolución de un artista que absorbió influencias diversas sin renunciar nunca a la claridad de su voz pictórica.

Rafael Botí y Vázquez Díaz, pintando el campo.

De Romero de Torres a Vázquez Díaz: la forja de un lenguaje

Botí (Córdoba, 1900 – Madrid, 1995) fue, antes que nada, un aprendiz disciplinado, formado precozmente en la Escuela de Artes y Oficios de Córdoba, entre 1909 y 1916. Aquellos años de dibujo académico, impregnados del perfume simbolista de Romero de Torres, proporcionaron al joven pintor una disciplina visual que nunca abandonaría. Paralelamente, estudió música en el Conservatorio Eduardo Lucena. Esa doble formación, lejos de ser anecdótica, determinó su forma de mirar: ya en su madurez, la música se percibe en sus composiciones como una cadencia interna, una construcción por planos equivalente a una partitura, como explica Carlos Clementson en su texto.

En 1917 se trasladó a Madrid para continuar estudios en el Conservatorio Superior de Música y en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. La capital suponía un cambio de escala: nuevos profesores, nuevos ambientes, un horizonte artístico más amplio. Y, sin embargo, sería un nombre concreto el que marcaría el inicio de su madurez. El año 1918 fue decisivo: Botí ingresó como discípulo en el taller de Daniel Vázquez Díaz.

Allí, entre análisis de estructura, geometrías depuradas y una idea casi arquitectónica de la pintura, asimiló una enseñanza que le acompañaría toda su vida. La influencia, reconocida por el propio Botí sin reservas, no se limitaba al cubismo filtrado de Vázquez Díaz, sino a una ética del oficio: medir, equilibrar, restar antes que añadir. En su obra posterior late esa construcción sobria y esa búsqueda del volumen esencial que aprendió de su maestro.

Rafael Botí.

París y la tentación de la modernidad

La Diputación de Córdoba, consciente del talento del joven pintor, lo pensionó en 1925 para ampliar estudios. Cuatro años después, en 1929, y nuevamente en 1931, Botí viajó a París con becas de la institución. La capital francesa era un “hervidero de la vanguardia artística” que operó como un laboratorio vivísimo para el artista. José Caballero dejó constancia de esa sacudida estética: en la visita de 1929, Botí “se siente ganado por el cubismo” tras contemplar de cerca las obras de Picasso, Braque y Matisse, y reconoció, además, una organización del paisaje en Botí que remitía directamente a Cézanne.

Pero incluso allí —en la ciudad donde la modernidad parecía un imperativo— Botí evitó la ruptura ostentosa. Su asimilación fue selectiva: tomó lo que resonaba con su visión y desechó lo que consideraba gratuito. Ese equilibrio lo diferencia de otras trayectorias más vehementes y confiere a su obra un aire de modernidad apaciguada, personal.

A su regreso, en 1931, Botí dio un paso hacia la participación activa en la vida artística española al cofundar la Agrupación Gremial de Artistas Plásticos (AGAP). El grupo lanzó un manifiesto que aspiraba a “dar un sentido amplio y renovador a la vida artística nacional”. Aquella declaración buscaba alinearse con las corrientes internacionales, pero sin renunciar del todo a la figuración. De ahí que la propuesta de la AGAP se haya calificado como una “solución intermedia, de renovación consciente sin ruptura”. Botí encontraba en ese punto medio su lugar natural.

Botí pintando el Patio de los Naranjos.

Pureza, fidelidad y resistencia

El Botí maduro es, sobre todo, un pintor fiel a sí mismo, tal y como señala David Ledesma en el catálogo. No participó de la ansiedad vanguardista por la novedad permanente. Vázquez Díaz subrayó esa cualidad singular al compararlo con Regoyos. Su estilo, difícil de etiquetar, bordea la pintura íntima o nabi, y busca siempre la depuración. Carlos Clementson afirmó que sus cuadros “nos purifican el cuerpo y nos oxigenan el alma”.

El propio Botí defendía su independencia con una serenidad obstinada: no le preocupaba que dijeran que su forma de sentir la pintura “no se llevaba por vieja”. Y añadía: “Es la que siento y es la que hago; me encuentro en ella y en ella sufro y sueño, y pienso y en ella estoy”. Gracias a esa fidelidad, según el crítico Zueras, él y unos pocos permanecieron “invictos, reposados, seguros” ante la “carrera frenética por ‘estar al día’”. Esas palabras funcionan como un autorretrato moral: Botí no quiso ser otra cosa que él mismo. La depuración de su estilo no es una estrategia formal sino una ética de vida.

Una ética con raíces. Y es que, aunque vivió la mayor parte de su vida en Madrid, Córdoba permaneció como un eje interior, casi un paisaje psicológico. Antonio Manuel Campoy lo expresó con lucidez: “El pintor Rafael Botí es cordobés, y esté donde esté, y pinte lo que pinte, el pintor Rafael Botí está siempre en Córdoba”.

En los años treinta, el Jardín Botánico de Madrid fue un escenario recurrente de su pintura, pero será en su última etapa (1959-1995) cuando Córdoba resurja con fuerza. Sus obras de este periodo revelan una ciudad “amada reencontrada”, donde “poetizan su secreto las tres culturas de Córdoba: la judía, la cristiana y la árabe”. Arquitectura cordobesa (1960) y Un patio de las rejas de Don Gome (1963), ambas presentes en la colección de la Diputación, son ejemplos de esta contemplación depurada, serena, a un paso del silencio.

Una exposición en la Fundación Botí

El Centro de Arte Rafael Botí: un legado

La preservación de su obra no terminó con su muerte. En 1998, la Diputación creó la Fundación Provincial de Artes Plásticas “Rafael Botí” gracias a la donación inicial de cincuenta y siete cuadros realizada por su hijo. En 2005 se colocó la primera piedra del Centro de Arte Rafael Botí en la calle Manríquez, en pleno corazón de la Judería cordobesa. Su inauguración, demorada por hallazgos arqueológicos y retrasos administrativos, no llegó hasta 2015.

Aunque inicialmente concebido como un espacio dedicado a conservar y mostrar los fondos de la Diputación, el centro amplió su vocación tras un proceso de debate interno, orientándose hacia el “talento de los jóvenes creadores de la provincia” y abriendo sus salas a exposiciones, conciertos y talleres. Allí conviven obras de Botí con piezas de otros artistas, entre ellos Daniel Vázquez Díaz y Pedro Bueno, creando un contexto que enriquece la lectura de su legado.

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