Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
De cuarta pared, nada de nada
Sobre este blog
Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
No voy tanto al teatro como para saber si lo que ocurrió este sábado en el Góngora es tan insólito como me pareció. Ya he confesado aquí en más de una ocasión que soy bruta y no sé interpretar el arte como debiera. No hablo de ver el patio de butacas y el entresuelo hasta la bandera. Eso lo he visto a menudo. Los espectáculos en provincias funcionan y no es extraño que se llenen.
Carmen, nada de nadie tenía todos mimbres para generar interés. La historia personal y política de Carmen Díez de Rivera, jefa de gabinete de la Presidencia del Gobierno durante los primeros meses de la Transición, tiene los ingredientes necesarios para presentar una historia verdaderamente apetecible. Así que no resultó extraño ver lleno el Teatro Góngora ni tampoco comprobar la media de edad de los presentes: eran sin duda los jóvenes que protagonizaron aquel momento y que ahora peinan canas y han perdido el filtro (de eso hablamos en un rato).
Lo que dejó ojiplática a esta infiltrada fue el arranque del espectáculo. Las luces se apagaron, se encendió la pantalla y comenzamos a escuchar la voz de Beatriz Argüello, la actriz que da vida a Carmen Díez de Rivera. Se encendieron todas las luces y comprobamos que había más personajes en escena, volvió la oscuridad y siguió el texto. A oscuras, Carmen empezaba el relato de su vida. Hasta ahí todo parecía una metáfora. Una mujer tan relevante invisibilizada durante años en el heroico y patriarcal relato de la Transición hablaba sin que pudiéramos verla. Entonces, unos pasos en el patio de butacas interrumpieron el momento. Un problema técnico impedía seguir. Los actores salieron de escena para volver a empezar. Y volver a repetir el error.
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