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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

El feminismo no era gratis

Elena Lázaro

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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

El día que Carmen de Burgos hizo la maleta en Almería, dejó a su marido y se fue a Madrid a buscarse la vida como periodista renunció al respeto de buena parte de sus vecinos. Cuando Beatriz Gimeno de Flaquer, católica, apostólica y romana como era, criticó públicamente los matrimonios burgueses y de conveniencia y a las mujeres que se dejaban convertir en floreros aceptó dejar de ser invitada a más de una fiesta. Cuando Teresa Mañé teorizaba sobre el amor libre entre iguales y apostó por compartir toda una vida con una única pareja, Juan Montseny, tuvo que digerir y renunciar a todos sus sueños románticos. 

Si las madres del feminismo pagaron un precio, ¿cómo íbamos a esperar que nos saliera gratis a nosotras? Señoras, no seamos ingenuas y, sobre todo, advirtamos a las que puedan estar por llegar: el feminismo no sale gratis. Ni profesional ni personalmente, pero que no cunda el pánico; sabemos cómo pagarlo.

El coste profesional es sencillo de entender. Si te llevas la militancia a la oficina, además de sufrir las mismas discriminaciones que el resto de compañeras, serás a menudo calificada como inconformista y, en no pocas ocasiones, ridiculizada por exigir un trato igual que a tus compañeros varones, siempre con un atimbrado tono condescendiente: “Cómo eres, hija, nunca estás conforme con nada… Tranquila, no te alteres…”. Si a las que lucharon en el siglo XIX por nuestros derechos civiles y políticos las encerraron en sanatorios mentales, ¿qué íbamos a esperar? La condescendencia será, en todo caso, lo mejor que puedes encontrar porque, amiga, lo que se viene es peor. Hemos vivido años dulces, de manifestaciones masivas, de alianzas, de movilización y solidaridad, pero se han terminado.