Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
Diario de viaje: derecho al desayuno
14 de septiembre de 2023, 9:05 (con retraso de salida), Ave. Madrid-Sevilla.
Viajo en el vagón número 1. Por alguna razón que desconozco, los organizadores del evento al que asisto han elegido la segunda tarifa más cara de la compañía ferroviaria para devolverme a casa, así que viajo en la categoría “confort”, que es algo así como un poquito menos que Primera Clase. Sospecho que el motivo no es otro que haber llegado tarde en la compra y lo confirmo cuando el interventor viene a buscarme para advertirme que, aunque haya cambiado de asiento (el mío iba en sentido contrario a la dirección del tren) no tengo derecho a desayuno. Lo ha dicho así: DERECHO a desayuno. Se lo he agradecido, porque viajar en Primera puede confundir a cualquiera y mi conciencia de clase es débil, como la de toda la empobrecida clase media. Porque, querida, no hay nada más workingclass que lo que has hecho justo antes de llegar a la estación: esconder clandestinamente algo de fruta y un poco de bizcocho del bufé del hotel. Lo hago siempre. De hecho, he desarrollado una depurada técnica que me permite disfrutar de los manjares para turistas horas después de haber hecho el checaut (las que nos venimos arriba no “dejamos la habitación”, nosotras hacemos el check-out).
Las azafatas entran con el carrito y pasan de largo. No soy la única. Solo unos pocos son bendecidos con el privilegio de la bandeja cargada con café, cruasanes, pan tostado y algo parecido a la tortilla de patatas. Esto último me cuesta distinguirlo desde mi asiento cuando dirijo la mirada hacia la pareja sentada a mi derecha. Son un par curioso. Ella debe rondar los ochenta y él, a pesar de la alopecia, más o menos la mitad. Ella es elegante de esa manera en la que lo son las mujeres acostumbradas ser cuidadas y atendidas. Va maquillada discretamente. Sus labios apenas se manchan al masticar los diminutos bocados que da al pan migado en el café con leche (¿hay algo más igualitario que el pan migado?). Él intenta ser elegante. Lo veo en su forma de elevar el meñique, pero no se puede ser distinguido si desayunas con Coca-Cola. Imposible. Tampoco si eres tú quien recoge la bandeja de tu compañera de asiento y pones todos los desperdicios en tu mesa para dejar libre la suya.
Se hablan con confianza y cariño mientras eligen unas zapatillas deportivas él en un catálogo virtual. Él quiere unas que brillan y tienen un diseño geométrico y chillón; ella intenta convencerle de que su color de piel combina mejor con los colores neutros y lisos. No lo consigue y cuando regresa el carrito pide opinión a las azafatas. Opinión y otra Coca-Cola. Al final, saca la tarjeta y compra las que quería.
Continúan su conversación repasando las fotos de la familia del hombre. La anciana elogia la belleza de su sobrino y da cuenta de lo mucho que ha crecido en el último año. Pareciera que viviera a través de esa familia. No la veo hablar de la suya, solo bostezar. Gesto ante el que él se apresura a sacar un cojín de terciopelo rojo, ayudándola a acomodarse para empezar su siesta.
Mirarles me enternece. Observar descaradamente como hago a un hombre enorme de acento caribeño cuidar a una refinada señora mayor me ha enfrentado a mis propios prejuicios, ¿por qué no iban a quererse y a cuidarse mutuamente? Al fin y al cabo, a pesar de su evidente y desigual historia de partida, ellos sí tienen derecho al desayuno. Yo no. Yo viajo sola.
Sobre este blog
Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
0