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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

El feminismo no era gratis

Si nada funciona, te puedes pintar los labios

Elena Lázaro

16 de marzo de 2025 18:12 h

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El día que Carmen de Burgos hizo la maleta en Almería, dejó a su marido y se fue a Madrid a buscarse la vida como periodista renunció al respeto de buena parte de sus vecinos. Cuando Beatriz Gimeno de Flaquer, católica, apostólica y romana como era, criticó públicamente los matrimonios burgueses y de conveniencia y a las mujeres que se dejaban convertir en floreros aceptó dejar de ser invitada a más de una fiesta. Cuando Teresa Mañé teorizaba sobre el amor libre entre iguales y apostó por compartir toda una vida con una única pareja, Juan Montseny, tuvo que digerir y renunciar a todos sus sueños románticos. 

Si las madres del feminismo pagaron un precio, ¿cómo íbamos a esperar que nos saliera gratis a nosotras? Señoras, no seamos ingenuas y, sobre todo, advirtamos a las que puedan estar por llegar: el feminismo no sale gratis. Ni profesional ni personalmente, pero que no cunda el pánico; sabemos cómo pagarlo.

El coste profesional es sencillo de entender. Si te llevas la militancia a la oficina, además de sufrir las mismas discriminaciones que el resto de compañeras, serás a menudo calificada como inconformista y, en no pocas ocasiones, ridiculizada por exigir un trato igual que a tus compañeros varones, siempre con un atimbrado tono condescendiente: “Cómo eres, hija, nunca estás conforme con nada… Tranquila, no te alteres…”. Si a las que lucharon en el siglo XIX por nuestros derechos civiles y políticos las encerraron en sanatorios mentales, ¿qué íbamos a esperar? La condescendencia será, en todo caso, lo mejor que puedes encontrar porque, amiga, lo que se viene es peor. Hemos vivido años dulces, de manifestaciones masivas, de alianzas, de movilización y solidaridad, pero se han terminado. 

Ahora que por lo visto somos woke, podrás verte en situaciones verdaderamente incómodas en las que cualquier persona, sea del género que sea, podrá cuestionar cualquier dato o evidencia que muestres sobre desigualdad con frases como “eso será tu opinión… menudas tonterías dices… no tienes ni idea de nada”. Tus datos contra sus opiniones. La evidencia contra el relato de un señor color naranja. Insisto en que hablo del ámbito profesional; que esas son frases reales soportadas por mujeres profesionales en este país en las últimas semanas. Situaciones en las que, a diferencia de las que se escuchan a veces en la oficina, la condescendencia ni la hueles. En estos tiempos, lo que prima es la mala educación y el ataque directo y si puede ser con público mejor.

¿Y qué pasa en nuestras vidas privadas?

El coste personal de ser feminista que no acepta el rol de cuidadora 24/7 empieza por ser tachada de egoísta y, si además eres cis hetero, por aceptar que no es fácil encontrar una pareja con una masculinidad suficientemente fuerte para no sentirse amenazado cada vez que sales a gritar el 8M o para no sentirse aludido cuando criticas el machismo. 

Dice Isabel Valdés que por eso cada vez hay más mujeres solteras. No soy yo quién para quitarle la razón, solo para subrayar que, amiga date cuenta, si das con uno de los buenos (que haberlos, haylos) no lo sueltes o sí, si eso es lo que te pide el cuerpo, pero avisa al resto por sororidad y acepta que, como lo hagas (dejar a un bueno) serás invalidada a menudo por quienes no acaban de entender tu inconformismo (“hija, es que ninguno te parece bien”). Y para terminar, el peor de los precios, el permanente cuestionamiento que acabas haciéndote tú misma, exigiéndote ser perfecta también en tu militancia, como si enamorarte fuera una debilidad o renunciar a un día a una fiesta te convirtiera en una blandengue.

Ser feminista, resumiendo, no sale gratis, pero en los últimos días y en conversaciones cruzadas con amigas he logrado dar con la manera de pagar la entrada para poderme dejar puestas las gafas violeta.

Para superar el coste personal, dos monedas: las canciones de Rigoberta Bandini y las amigas, las buenas, las que entienden tus incoherencias, las que no te juzgan y te sacan a bailar. Para lo profesional, redes feministas en las que buscar recursos y apoyo y una dosis enorme de paciencia, humor y un escudo de diálogo frente a quienes buscan el enfrentamiento de la violencia verbal. 

Y si nada funciona, saca el arma que me recomendó el otro día una nueva ídola: la barra de labios roja

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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