Gente de Lunes
Peerse también es gentrificar

Pilar se estrena este verano como vecina turística y anda de cabeza intentando averiguar qué espera el sector de ella. Teme que el consejero de Turismo, o peor aún, el presidente de la patronal se presente una mañana en el zaguán de su casa y la abronque por no estar haciendo su parte. Y es que en el circo vacacional, todo el mundo sabe cuál es su papel: los camareros soportan borrachos; las kellys cruzan los dedos para que les toquen las habitaciones de la clientela más cívica; en las cocinas se afanan con la limpieza para evitar intoxicaciones de las que consiguen titulares; las tripulaciones acuden al enésimo blanqueamiento dental para mantener la sonrisa a pesar de los retrasos; el personal de recepción… ¿Pero es que queda alguien para entregar las llaves? ¿No han sido sustituidos por las famosas cajas candado?
A Pilar le han dado precisamente ese papel en su debut como agente del sector turístico estatal: entregar las llaves. Se lo ha pedido como favor el muchacho que atiende a los asuntos del nuevo propietario del segundo derecha, el que vendió su vecina cuando se jubiló y se fue a vivir al campo. No es la primera que lo hace; cada vez queda menos gente en el pueblo.
Hasta esa misma mañana no le había visto la cara al muchacho. Se lo ha cruzado mientras tendía en la azotea, donde están los cuartos trasteros. Al propietario lo vio el verano pasado cuando pasó a comentarle que las obras de remodelación de la vivienda durarían poco. Le pareció un hombre muy elegante, con unos modales exquisitos, de esos canosos con melenita bien vestidos y que pronuncian todas las eses. El muchacho también habla con acento del otro lado de la frontera de Despeñaperros, pero suena más exótico. El muchacho le ha pedido el favor en la escalera mientras cargaba una cama supletoria: tiene que esperar a una familia que, según las indicaciones recibidas, llegará en torno a las 3 de la tarde. También tendrá que entrar con ellos en el piso para tomar nota de cómo se entrega. Pilar se pregunta si la notaría turística estará tan bien pagada.
El muchacho y ella han llegado a un acuerdo para el que no aparece casilla oportuna en el formulario de registro de las viviendas de uso turístico. Un hoy por ti, mañana por mí. Un “esto para que usted pueda convidarse este fin de semana”. No le ha parecido mal. El otro día escuchó que el gobierno quiere derivar el movimiento económico del turismo hacia la población local. Así que será esto de la propinilla, porque las propiedades y el “taco” por aquí lo manejan los de fuera. Lo dijeron en la radio y lo comentan las vecinas sentadas al fresco cada vez que alguna vende su piso o el que heredó de su madre.
En España existen 368.295 viviendas turísticas censadas. El verano pasado se alcanzó el récord y, aunque el último recuento apunta a una bajada mínima, habrá que esperar para confirmar que eso sea una tendencia y que las restricciones y políticas para evitar ver reducidos los censos en algunos barrios funcionan. El asunto es que esa cifra supone el 1,4% del total de la vivienda disponible en el país, pero, claro, eso es una media. De Despeñaperros para abajo, el porcentaje sube hasta el 1,9% y en provincias como Cádiz o Málaga se eleva hasta el 2,5%. Un negocio multimillonario en el que han entrado tanto inversores españoles -esos a los que llaman grandes tenedores- como extranjeros. Pilar no es ni una cosa ni la otra; a ella le ha tocado hacer de vecina turística en esta película distópica.
El timbre ha sonado 20 minutos antes de lo previsto. Casi lo ha agradecido; podrá echarse la siesta. En la escalera oye quejarse a una mujer: “pero ¿no hay ascensor? ¿En serio tengo que subir dos plantas con la maleta a cuestas?”. Otra voz responde: “Dale, que se note el dineral que te estás gastando en el entrenador personal ese”.
¿Dos mujeres?, pero ¿no eran una familia? Pilar sale a la puerta; sus peores temores parecen cumplirse. No es una familia, ni una pareja tranquilita; es una pandilla. Desde arriba ha conseguido contar cuatro coronillas. Respira algo más tranquila cuando ve la raya de canas que luce una de ellas. Y termina de relajarse cuando tiene delante a la primera. La arruga no engaña; son señoras maduritas.
Sube con ellas, abre la puerta y recorren el apartamento. Parecen conformes, aunque una de ellas asegura no estar contenta con la decisión de pasar el fin de semana en un apartamento turístico. Le ha dado un discursito un poco pestiño sobre la turistificación, el derecho a la vivienda y no cuántos líos más. ¿Por qué no podrán algunas vivir tranquilas con sus contradicciones?, piensa mientras cae en la cuenta de que se está haciendo tarde para la siesta.
Entonces, la mujer de las canas pregunta: ¿y la terraza?
- ¿Qué terraza? Esta casa no tiene terraza, ninguna la tiene
- Pero hemos alquilado un apartamento con terraza para ver el atardecer
- Aquí solo hay una azotea comunitaria y es para tender ¿queréis subir? Se ve el mar, pero no la puesta de sol
- No, queremos el apartamento que hemos alquilado
Pilar no se ha estudiado el manual de la vecina turística y no sabe qué responder. Las inquilinas empiezan a discutir entre ellas y llaman al propietario. Pilar se retira discretamente. Si se da prisa podrá echar una cabezadita. Eso solo si las señoras no siguen discutiendo a ese volumen. Las oye marcharse. Han decidido continuar sus reclamaciones desde el chiringuito.
No es fácil. Para iniciar una reclamación es necesario hacerlo a través del chat de la plataforma. Una IA responde que van a tramitarlo. Optan por llamar al dueño. “Ha habido un malentendido, pero el apartamento cumple con lo descrito. Hay 4 camas y 1 baño”, argumenta. Le hacen ver la diferencia entre terraza con vistas al mar y azotea. En la primera puedes posar en kaftán para Instagram; en la segunda, como mucho, lo cuelgas en el tendedero. Deciden pasar por alto que una de las camas sea una supletoria infantil en la que resulta imposible cambiar de lado a mitad de la noche sin caer al suelo. La conversación no llega ningún lado y vuelven con la IA. Reciben un mail con nuevas indicaciones: buscar una alternativa y aceptar que la plataforma asumirá el coste de la diferencia. ¿De verdad alguien cree que es posible encontrar un apartamento con terraza y vistas al mar un viernes a las 5 de la tarde en una de las playas más populares del país? Imposible, solo aparece disponible un “chalet deluxe con jardín -sólo familias”. Intentan reservarlo, pero al solicitarlo les sale otro mensaje automático del presunto anfitrión: otra plataforma intermediaria con sede en Holanda. Consiguen encontrar un número de teléfono con el que contactar. Tiene prefijo portugués, pero al otro lado se oye una voz masculina con claro acento transoceánico. “Permítame señora que compruebe, no se retire…”. Quince minutos de espera después, la fatal noticia: “resulta imposible localizar a la persona que debe entregarle las llaves, pero podemos ofrecerle otro alojamiento similar a 10 kilómetros”.
Empieza a atardecer. Si siguen peleando se van a perder la puesta de sol, así que deciden volver e instalarse para pasar el fin de semana en el apartamento que les han dado por error. Pilar, preocupada por haber fallado en su premier turística, sale a la escalera al oírlas y las recibe (ahora sí) con una sonrisa y un comentario de alivio: “casi mejor que se queden ustedes a que venga una pandilla de veinteañeros con ganas de fiesta”. Ay, Pilar.
Has subestimado claramente la capacidad de desinhibición de una panda de perimenopáusicas pasando un fin de semana solas en la playa: tacones por la escalera regresando de madrugada; pasos sobre tu techo de una habitación a otra eligiendo el modelo para salir; conversaciones apasionadas sobre política, sexualidad y crianza filtrándose por las paredes y esa ventana del baño directa al patio de luz compartido, ese patio que es la cámara de resonancia perfecta capaz de ampliar hasta el infinito el sonido de un soberano peo. Menuda mierda esto del turismo.
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