Gente de lunes: historias ilustradas
Lotería hospitalaria
Alguien debería hacer una encuesta y averiguar cuántas personas más reaccionan a la voz mecánica de los ascensores cada vez que dice “abriendo puertas”. Estoy segura de que se nos puede contar por millones. Yo he conseguido contenerme esta vez y no verbalizarlo. Decir “cerrando heridas” en un ascensor hospitalario hubiera sido, cuando menos, inoportuno.
El celador ha pulsado la cuarta, quinta y séptima planta, así que hasta tres veces he tenido que morderme la lengua. Por un momento creo que va a poner su dedo sobre el botón de parada de emergencia y me va a dar una medalla por semejante ejercicio de contención. Bien podría hacerlo entre una planta y otra porque la velocidad del montacargas es inversamente proporcional al interés por salir de quienes vamos dentro. Somos ocho: 4 pacientes y 4 acompañantes, perfectamente categorizados por edad y género. A los hombres los han acreditado oficialmente como pacientes en el área de admisión; de las mujeres me he encargado yo. En unos minutos he hecho la ficha de cada una de las presentes en el ascensor. Hay una madre, una hija, una hermana y una esposa. No hace falta ser un lince para verlo, solo poner la oreja durante el rato que hemos estado esperando a que se levantara la persiana y las funcionarias empezaran a repartir papeles a los agraciados a los que el sistema sanitario ha premiado con una cita en quirófano.
La ley dice, desde hace más de una década, que ninguno de esos hombres ha debido esperar más de seis meses para ver salir su nombre del “bombo” de las listas de espera quirúrgica donde permanece casi un millón de personas, según los últimos datos del Ministerio de Sanidad. Eso dice la ley; luego está la trampa y si una se asoma al “bombo” puede observar que 2 de cada 10 “enfermos-bola” han superado el plazo máximo legal para que alguien cante su número y pueda entrar en quirófano.
La lotería de las operaciones es además desigual según donde haya comprado usted su papeleta. Los mejores números los llevan los asturianos pendientes de cirugía torácica, que no llegan ni al mes dentro del bombo de la espera. Los peores son para los aragoneses que necesitan neurocirugía y los cántabros y andaluces pendientes de una cirugía plástica, donde la cosa supera el año y medio (maticemos aquí que no hablamos de estética, sino de intervenciones necesarias para la salud de las personas, como las relacionadas con el cáncer de mama o las rinoplastias para facilitar la respiración). En Andalucía, de hecho, salvo que se trate de una enfermedad cardíaca o dermatológica, lo normal es que estés dando vueltas más de los seis meses legales.
El ascensor continúa subiendo. La primera es una parada técnica. El celador sale un momento y pide a uno de los pacientes -el hermano- que mantenga pulsado el botón de apertura de puertas. Solo espero que la voz no se atasque y repita la frasecita o me estallará el cerebro y lo pondré todo perdido. No lo hace. Continuamos viaje. El hijo y la madre son los primeros en apearse: oncología. Entonces se me hace bola en la garganta y olvido a Gloria Estefan. El resto continuamos hasta la séptima: traumatología. La hija mira extrañada y pregunta: “¿traumatología? Debe haber un error, nosotros…”. El celador responde condescendiente: “lo sabemos, ustedes esperen que ya les dirán”.
En realidad, eso es lo que hace la mayoría de la gente en los hospitales: esperar con paciencia a que “le digan”: esperar a que le digan qué día va a ingresar; esperar a que le digan que pase por la ventanilla; esperar a que le digan en qué habitación va a pasar los días; esperar a que le digan que ya vienen para llevarle a quirófano; esperar a que le digan que se relaje y disfrute la anestesia; esperar a que le digan que ha despertado; esperar a que le digan que todo ha ido bien; esperar a que le digan que ya sube a planta; esperar a que le digan que en cuanto vaya al baño y logre tolerar la comida le darán el alta; esperar a que le digan que ya no le quieren ver por allí. Esperar a que el sistema funcione.
Por si alguien se impacienta, es decir, pierde su condición de paciente, un cartel con ilustraciones de colorinchis recuerda cuáles son sus derechos y deberes. Me entretengo leyendo mientras “espero a que nos digan”. Hay catorce derechos y doce deberes: las cuentas salen a favor de quien enferma, aunque el dibujo que explica el derecho a la intimidad me hace dudar: ¿quién puede mantener la privacidad con los camisones hospitalarios y el culo al aire? En los deberes se especifica literalmente la obligación de respetar las “creencias políticas y religiosas” del resto de pacientes y del personal sanitario. ¿Creencias políticas? Va a ser verdad que han muerto las ideologías; ahora la política es una cuestión de fe.
Hay otro cartel: uno que pide que paren las agresiones al personal sanitario. No parece extraño si se tiene en cuenta que cada año se registran más de 13000 casos. Miro a un lado y otro del pasillo donde seguimos esperando a que el celador “nos diga” e intento imaginar cómo ese ejército de mujeres cuidadoras podría suponer un peligro. Está amaneciendo. Varias de ellas sostienen un vaso de papel humeante. El café es el último recurso para mantenerse erguidas después de la tortura de pasar una noche en el sillón de los acompañantes. Con el tiempo suficiente y una observación minuciosa sería fácil adivinar el tiempo que llevan ingresados sus familiares. Solo hay que atender a una breve lista de indicadores como el calzado (las zapatillas de estar en casa delatan a los ingresos de larga duración), la ropa deportiva (las mallas son tendencia en algunas plantas) y el pelo (el grosor de la raya de canas es directamente proporcional al número de días de ingreso; no falla).
Por fin llega el celador y reparte habitaciones. Mientras camino hacia la nuestra miro el interior de las demás para seguir descubriendo la quinta columna de cuidadoras. Estoy empeñada en encontrar algún hombre infiltrado entre ellas. No hay forma. Las que a esas horas recogen las almohadas y mantas de los sillones-tortura de las habitaciones son todas mujeres. Como la madre que se ha quedado en Oncología, como la esposa, la hermana y la hija de nuestro grupo, que vuelve a preguntar: “¿qué hacemos en traumatología? La nuestra era una intervención urológica”. Enternece pensar cómo una mujer cuidadora es capaz de usar el plural para sentirse incluida en los problemas urológicos de un hombre. La respuesta es tajante y reveladora: “señora, despreocúpese; las camas se han asignado solo mirando el tiempo de hospitalización. No está la cosa para elegir”. Respiro al pensar que quizás, el chico de la quinta planta no se enfrente a un cáncer y que lo han dejado allí solo por una cuestión de espacio.
Antes de despedirse, el celador da las últimas indicaciones: “instálense y esperen que un compañero venga a recogerles para bajar a quirófano; los familiares podrán seguir la intervención a través de sus teléfonos móviles”. Me tiemblan las piernas al pensar que voy a tener que ver cómo un bisturí abre en canal un cuerpo y cómo luego “cerrando heridas” (otra vez la dichosa cancioncita). Caigo rápido en la cuenta de que la escatología del sistema sanitario no llega a tanto y que lo que el celador quiere decir es que podremos ir viendo en pantalla en qué fase de la intervención se encuentra la persona a la que acompañamos. Descargo la app y sonrío al descubrir su parecido con las aplicaciones para seguir en directo las pruebas deportivas. La carrera empieza “En preparación” y termina “En planta”.
Esta vez hemos conseguido llegar bien a meta. Se abre la puerta, se cierra la herida.
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