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Perretes.
16 de febrero de 2025 20:40 h

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Un humano tiene cuarenta veces más neuronas que un perro. Concretamente 85.000 millones de media frente a 2,2 mil millones. Y sin embargo, me pregunto qué pensarán los perros cuando sus humanos actúan como lo hacen durante los paseos que dan juntos. Ya sé que los perros no tienen opinión. No es que nadie se la haya pedido, es que los canes tienen una capacidad cerebral que les impide desarrollar la consciencia, no al menos como la entendemos los humanos. Son capaces de aprender, de entender palabras y tienen emociones, pero no sentimientos humanos. Lo dice la ciencia; concretamente la Universidad de Harvard, que hace 5 años puso en marcha el proyecto Canine Brain para entender cómo funciona el cerebro de los perretes. Y ahí lleva un lustro el equipo de científicas, veterinarias y adiestradoras -sí, son todas señoras- explicando y ofreciendo evidencias sobre cómo comprenden el mundo los canes. Spoiler: no lo hacen como nosotras.  Lo explica aquí la directora del proyecto muy científicamente y, algo más burdamente, el chiste que me contaron el otro día:

- Deja encerrado en tu coche a tu perro y a tu pareja y vuelve media hora después, a ver cuál de los dos te recibe moviendo el rabo.

El asunto es que las expertas dicen que no va bien lo de antropomorfizar el comportamiento de los animales porque eso nos confunde, pero no se libra una de una tradición narrativa de siglos tan fácilmente, que se lo cuenten a Esopo.

Canine Brain Project lleva cinco años recogiendo datos sobre el comportamiento de los perros para profundizar en su conocimiento (si quiere participar puede hacerlo aquí). Yo, insisto, me pregunto ¿qué pensarán los perros sobre el comportamiento de sus humanos?, así que esta semana he realizado un estudio observacional por si un día en la Universidad Canina equivalente a Harvard les da por darle la vuelta a la tortilla.

Lunes, 6:50, en un descampado a medio iluminar, un teckel observa a su humana caminar muyyyy leentamente: pone un pie, se detiene, agacha la cabeza y enciende la linterna del aparato ese que mira cuando él aprovecha para comerse los restos de comida basura que dejó tirada la chavalada que vino de madrugada el domingo y que, probablemente, el servicio municipal de limpieza tardará todavía días en recoger. De hecho no lo hará si la lluvia llega antes. Dirige la luz hacia el suelo; da otro paso y vuelve a detenerse y a repetir la operación. Él sigue a lo suyo, aunque la cadena extensible le impide alejarse demasiado, sabe que tampoco llegaría muy lejos viendo el lento caminar de su acompañante.

Martes, 14:17, en el mismo descampado iluminado por un contundente sol de invierno, una dálmata escucha a su humano jurar el arameo. Ha pisado un excremento. Si hubiera usado la linterna del aparato ese al que le habla todo el tiempo cuando ella aprovecha para revolcarse entre la hierba del fondo no le hubiera ocurrido. Tampoco si el dueño del excremento hubiera tenido un humano más cívico, de esos que cumplen con la ordenanza municipal que explica que dejar una mierda en la calle tiene multa, aunque no haya quien las ponga o de los que toman conciencia del peligro que las cacas de perro son para la salud pública (eso también lo explica la ciencia: aquí).

Miércoles, 7:00, un Beagle tira a su humana al suelo cuando el broncas del barrio se encara con él. Es un teckel. Se cruzan frente al descampado. Se ha lanzado como un león, pero el Beagle no es precisamente un corderito y responde. Los gritos de la humana detienen la bronca. La señora ha sacado fuerza de flaqueza, ha recuperado el control de la cadena y casi ahoga al perrete que iba enganchado por el cuello. “Casi me matas”, se oye decir. Deduzco que es la humana y no el Beagle el que responde, aunque le imagino buscando vídeos en youtube que aclaren las ventajas de usar arnés en lugar de collar.

Jueves, 17.00, tardo en comprender la escena que estoy presenciando a lo lejos. En el extremo norte del descampado, el dueño de la dálmata habla con la señora del Beagle. Por sus gestos deduzco que hay bronca, esta vez no es canina. La humana corre detrás del Beagle y logra enganchar de nuevo la correa al cuello; la dálmata está atada durante toda la escena. Discuten a voces sobre la obligatoriedad de pasear con los perros atados vs el libre albedrío canino (si es que eso es posible). Creo oír a la mujer invocar la Ley de Bienestar Animal como si fuera Charlton Heston acogiéndose a la Segundan Enmienda. Estoy tentada de googlear la ordenanza que obliga a llevar atados a los canes en los espacios públicos, pero recuerdo que un estudio científico obliga a tomar distancia de los sujetos observados. Eso y que no seré yo la que apoye a un hombre explicándole cosas a una mujer. 

Viernes, 7:15, de nuevo en la esquina del descampado comprendo de golpe la escena del día anterior y deduzco que la mención a la Ley de Bienestar Animal no pudo salir de la boca de la señora. Lo sé porque el Beagle camina a intervalos frenándose en seco cada vez que la humana se mete la mano en el bolsillo. No lo enseña, pero es evidente que esconde el control remoto de un collar de adiestramiento, expresamente prohibido por la Segunda Enmienda, perdón, por la Ley de Bienestar Animal. El broncas pasa por la escena, pero nadie responde esta vez.

Sábado, 16.00, parque canino. Preocupada por lo limitado de mi estudio observacional decido alejarme del descampado para observar a los humanos en otros contextos y acudo al parque canino (zona de esparcimiento, según la terminología municipal). Allí compruebo que la capacidad de socialización de los perretes es sospechosamente proporcional a la de sus humanos. Por un lado, el dueño de la dálmata mira la pantalla de su teléfono sin hablar con nadie y solo levanta la mirada para volver a lanzar la pelota a su perra, que pasa la tarde sola. Por otro, el teckel y el Beagle se miran como dos pistoleros frente al Saloon antes de desenfundar mientras sus humanas conversan sin parar sobre las ventajas de los collares clandestinos, las costumbres alimentarias y escatológicas de sus mascotas, sus manías y gracietas, exponiendo la intimidad de sus mascotas sin pudor. Entonces vuelvo a preguntarme ¿qué pensarán los perretes?

Domingo, 12.00, el salón de mi casa. A responder a esa pregunta decido dedicar el domingo hasta que mi perro viene a reclamar que deje de usar las 82.800.000.000 neuronas que me sobran y me dedique solo a pasear.

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