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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

Mis amigas maduritas

Las maduritas tomamos cócteles (a veces)

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Viernes noche, bueno, madrugada del sábado más bien. Autorizados por papá Bonilla y mamá Sánchez se amplía el horario del ocio nocturno. Córdoba en septiembre vuelve a ser respirable y hay que lucir el bronceado que aún aguanta. Viene visita de Madrid. Taconazo, escote y unos buenos pendientes. Cena en terraza, puesta al día, risas y sobremesa con pandilla paralela.

El vino blanco ya ha hecho efecto y toca aliñarse con más cerveza o un gin tonic. No nos dejan bailar, pero podemos hablar bien pegaditos de pie en la terraza. El dueño del bar está nervioso. A esas horas, la Policía Local ha desalojado el local de moda en una acción ejemplarizante que empieza a correr por los grupos de whatsapp. Imposible controlar el aforo. Por eso se conforma con que la clientela no beba fuera de la terraza ni invada la calzada. Se pasea por fuera pidiendo un poco de orden y, en un instante de lucidez, empatizo y siento algo parecido a la compasión. Entonces me busca y me dice:

“Por favor, ¿puedes decirle a tus amigas maduritas que mantengan las formas?”

A la mierda la compasión.

¿Mis amigas maduritas? ¿Exactamente a cuál de todas? ¿A la directora general de un grupo editorial internacional? ¿A la periodista con una de las portadas más sonadas de los últimos meses? ¿A la abogada y directiva de banco? ¿A la profesora de Filosofía Moral? 

La condescendencia que revelan sus palabras y, lo peor, el tono que ha utilizado me indigna sólo por un minuto. Enseguida nos miro y me doy cuenta. Somos maduritas y no mantenemos las formas. Risa floja al pensar que en la cabeza de alguien aún cabe la idea de que a un grupo de mujeres profesionales, con las vidas resueltas, dueñas de sus cuerpos, por cierto, muy bien puestos, aún se les puede decir que se mantengan dentro de los convencionalismos sociales que esperan que las mujeres que enfilan los cincuenta se hagan invisibles.

¡Las formas! El corsé social que condenó a nuestras madres a ver su madurez como el principio del fin y que, cada vez que me reúno con éstas o con cualquiera de mis “amigas maduritas”, confirmo que ya sólo queda en la mente retrógrada de algunas personas. La madurez es el inicio de un nuevo principio, en el que la firmeza no la lucimos en las tetas, sino en el cerebro. El tiempo en el que, cumplidas las expectativas profesionales y familiares, por fin empezamos a mirarnos el ombligo. Y da igual el estado civil de cada una. Solteras, casadas, separadas, divorciadas, viudas, ennoviadas o, como dice Facebook, “es complicado”, la única certeza es que las arrugas no nos han robado el anhelo de diversión. 

Las únicas diferencias cuando estamos de fiesta ahora son sencillamente formales. Para empezar ya siempre salimos con bolso, preferentemente en bandolera porque las maduritas somos fundamentalmente prácticas y sabemos que dejarlo olvidado en cualquier parte, ahora que sí manejamos dinero, puede ser un problema. Dentro hemos tenido que hacerles hueco a las gafas (la presbicia casa mal con las cuentas de los restaurantes) y al cargador (no conviene quedarse sin batería cuando las criaturas están solas en casa). Además, en pandemia, hemos arrinconado la barra de labios y los condones para hacerle hueco al gel hidroalcohólico, la mascarilla y los clínex. Seguimos yendo en pandilla al baño y haciendo equilibrismo para no tocar la taza del wáter, pero ahora en el paseo hasta él no vamos pendiente de quién nos mira y quién no. Hemos convertido la sororidad en nuestra bandera y no salimos del baño sin avisar a la que lleva pegado un trozo de papel en el tacón a la que se le han salido por fuera las cuerdecitas de colgar el vestido o a la que se le ha quedado enganchada la falda por detrás y lleva medio tanga al aire. 

Ahora, no bailamos modositas en un rincón; ahora perdemos las formas y no estamos pendientes de los malotes de masculinidad frágil necesitados de controlarnos para sentirse seguros. Ahora nos quedamos con el que nos hace reír y no tiene miedo a tener a una madurita a su lado. Son más de lo que parece, sólo hay que saber identificarlos. En Tinder es fácil. Los buenos escriben más de tres frases de autoayuda en su bio y no te enseñan su enorme moto/coche en la foto de perfil. En los bares son los que no te prometen una vida romántica a la segunda cerveza, son capaces de mantener una conversación y aceptan que les propongas seguir hablando otro día con un café porque quieres volver con tus amigas.

Son los que no te piden que mantengas las formas y aceptan tu madurez sin diminutivos.

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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