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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

Ken son los padres

Ken y Barbie en 'Barbie'.

Elena Lázaro

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Tres siglos de feminismos no son capaces de arreglarlo. No hay tratado ni vindicación de derechos que pueda con la tara que traen de serie las mujeres blancas cis hetero de mediana edad. Admitamos que los coletazos de la tercera y el impulso de la cuarta ola del feminismo han pulido algo nuestras maneras. Somos jefas, usamos el satisfayer más a menudo que la aspiradora y algunas, incluso, desafiamos a la industria de la estética dejando al aire nuestras canas. Me paso ya a la primera persona porque sostener la distancia en algo así resulta molesto además de poco verosímil.

El asunto es que en las profundidades de nuestra materia gris, la del otro lado del cuero cabelludo, hay algo que falla. Somos las que crecimos entre nancys, barriguitas y barbies esculpiendo nuestro hipocampo con los dictados del patriarcado: hay que estar guapa como Nancy, criar bien a las barriguitas y ambicionar todos los gadgets de Barbie. La vida con una casa ideal, un coche rosa y una lancha motora es más vida. Tan incrustada están esas ideas en nuestras cabezas que cuando crecemos aunque nos dejemos las canas acabamos rascando el monedero para comprar cremas que prometen mantener nuestra piel rosada y tersa de la de Nancy o incluso cuando intentamos exprimir nuestra independencia hasta el último minuto del partido acabamos pidiendo prórroga y penaltis para alargar la vida útil de nuestros úteros para parir a nuestras propias barriguitas. Así de contradictorio es el feminismo heteromadurito. Y eso que todavía no he alcanzado lo mollar del asunto.

La peor de nuestras contradicciones está en el mejor de los complementos de Barbie que nos enseñaron a ambicionar: Ken. Con él aprendimos que una vida con coche, casa y lancha no es vida si no tenemos un hombre con quien compartirla. Una Barbie sola es una Barbie incompleta. Eso ponía en la letra pequeña de las cajas donde venían empaquetadas. 

Nada de lo que alcancemos será suficiente sin Ken, que, por supuesto, como la casa, el coche o la lancha, no puede ser un hombre cualquiera. Ken es el hombre perfecto  y cualquier otro debe ser desechado como una burda imitación. Es guapo y siempre dispuesto a cubrir nuestras necesidades, aunque estas vayan cambiando con el tiempo.

Con 15 años, Ken tenía todo lo que tenía que tener: moto y un buen tupé. A los 30, además de pelo y vehículo le añadimos lo del semen aceptable, trabajo propio y corresponsabilidad para la crianza. Entradas en la cuarentena le perdonamos la calvicie, pero lo equipamos con la imaginación necesaria para sacarnos del tedio de la rutina y poco después le pedimos amistad y buen sexo  Y así vamos sumando complementos, en el mejor de los casos, o cambiamos un Ken por otro.  Porque eso es lo que hacemos: construir a Ken siguiendo a pies juntillas siguiendo el manual de lo que se espera de una mujer de éxito. Lo dicho: una Barbie sola es una Barbie incompleta.

Le vamos atribuyendo capacidades y cualidades a los hombres idealizándolos a veces de manera enfermiza. Y el día que el ensamblaje falla y se le sale un brazo o una pierna del tronco de plástico nos agarramos un berrinche de tres pares. Gastamos un pastizal en terapia e intentamos entender qué complemento fue el que falló. Lo arreglamos y hasta la siguiente y todo porque nadie se atreve a reetiquetar las cajas de los juguetes rotos con una advertencia que diga bien claro que Ken no existe, que Ken son los padres.

Porque una Barbie sola es solo una Barbie.

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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