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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

No vengáis, que no cabemos

Ambiente de domingo en la feria

Elena Lázaro

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El Lunes de Feria, en la tradicional recepción de la Asociación de la Prensa en el Arenal, una redactora y un cámara andaban pidiendo a periodistas de todo pelaje un titular que resumiera la Feria 2024. Me puse a pensar esperando mi turno mientras veía a otros colegas explayarse con grandes titulares y análisis profundos.

Me nacieron en Sevilla hace 48 años. De padre de la “Puerta la Canne” y madre del Barrio León, me bautizaron en la Barrio Santa Cruz y no tardaron en mudarme a otro lugar igual de santo: Santa Rosa, en Córdoba, donde convenía mantener oculta la sevillanía para evitar ser objeto de algún que otro chiste de mal gusto. No me costó hacerlo. Mi identidad era cordobesa (lo sigue siendo) y, aunque mis padres nos llevaran cada abril a la Feria, lo que despertaba la envidia, y de paso los insultos, de algunos compañeros al vernos faltar a clase una semana entera, yo siempre esperaba mayo.

Me enorgullecía saber que superábamos en días de fiesta a Sevilla (sí, sucumbí a la rivalidad) y, sobre todo y por encima de todas las razones de peso que durante décadas exhiibí ante mis primos, tías y amistades sevillanas, presumía de poder invitar a quien quisiera y a cuantas quisiera a la Feria de Córdoba porque, a diferencia de la de Sevilla, aquí abundaban las casetas públicas. Casetas en las que se podía pasar un día entero, con tablao, con mesas y barra para comer a cualquier hora. Aquí cabemos todas.

En la adolescencia esperaba nerviosa el sábado de feria para ver a mis amigos de chaqueta y volver a.sacar el vestido de fin de año. En Sevilla me escuchaban atónitos: “¿ir a la Feria el fin de semana? ¿Es que no tenéis un Matalascañas al que huir? ¿Ponerse la chaqueta solo una noche? ”

En los años de Universidad recorrí el camino inverso a mi infancia. Cada año escapaba de la Facultad en Sevilla para llegar a tiempo a los fuegos del viernes en El Arenal “¿fuegos? ¿es que no hay alumbrao?” No, ni Lunes de pescaíto, pero vamos de concierto y a bailar al Juan XXIII y se te pasa“.

Hubo un tiempo, ya en la vida adulta, que recuperé la sevillanía para escribir las crónicas de Feria en un periódico local que gustaba de llenar páginas con fotos de gente vip de traje y muchos nombres en negrita. Y no estuvo mal comprobar que esa Feria también cabía en El Arenal.

Desde que tengo memoria, en Córdoba se ha discutido si debían existir casetas privadas. Una discusión tan aburrida como cualquier otra que se empeñe en explicarlo todo en términos de polaridad. Un debate que nos ha distraído del verdadero problema: la Feria agoniza.

Cada año hay menos casetas, menos plurales -ya solo cabe elegir entre el comedero de pollos o el abrevadero discotequero- y más gente. Tanta, que el sábado el Arenal se hizo insoportable. Y mientras algunos imitan patética y provincianamente las costumbres sevillanas, otras renunciamos a nuestro cordobesismo más ingenuo y generoso.

Así que cuando llegó mi turno, puse mi titular: “no vengáis, que no cabemos” 

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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