Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
Carnaval punky

Tengo el whastapp a reventar de fotos de criaturas disfrazadas de Sara García Alonso, la astronauta española que se ha convertido en referente para miles de criaturas.
Yo nunca quise ser astronauta. En la España de los ochenta lo que lo petaba en carnaval era disfrazarse de punky; pillar lo más estrafalario que hubiera por casa, colgarse toda la bisutería de tu madre y gastar kilos de gomina patrico de tu padre para parecerte lo más posible a esos seres que aparecían de vez en cuando en Tocata. Era eso o sacar el pijama y decir que ibas de china. Con los años, en la Facultad, me alegré de haber optado por lo primero. Me facilitó el relato de mi propio personaje. Me dio por leer El Jueves, asistir a las asambleas estudiantiles y escuchar a Manolo Kabezabolo. Duró poco mi vida antisistema. Llegó la vida adulta y ahí quedó todo. O no.
El viernes en El ambigú me dio por pensar en todo esto. Tocaba la banda madrileña Biznaga. Guitarreo, calcetines blancos y unas letras que los sitúan del lado de la rebeldía. Sus batallas: la gentrificación, el derecho a la ciudad, la precariedad laboral, la salud mental y la hiperconexión. Asuntos imposibles para el pop o cualquier otro estilo que no sea gritar y reventar (literalmente) la guitarra en directo. No defraudaron. Tampoco creo que la lealtad de los trescientos incondicionales que pagaron su entrada para darlo todo pudiera ser derribada fácilmente. Pero, insisto, sonaron bien y supieron llevar al personal al punto que exigen sus canciones de acción directa. Al menos eso me pareció durante un rato.
Confieso que me había camuflado con minifalda y botas de suelas enormes para pasar desapercibida; no tuve que buscar gomina porque las crestas han desaparecido y el pelo luce más mod o abertaxle que el punk que veíamos en los ochenta. El asunto es que traté de mimetizarme con el ambiente, no fuera alguien a darse cuenta de que soy una impostora. Y creo que lo conseguí, al menos las dos horas que los madrileños estuvieron sobre el escenario.
Al encender las luces me di cuenta de que había más de uno tan disfrazados como yo. Los mismos que habían estado gritando “El futuro sobre plano” a mi izquierda resultaron ser de Ciudad Real y estar alquilados en unos apartamentos turísticos en el centro durante el fin de semana. En el grupo de atrás, la misma que se desgañitaba vocalizando a la perfección “Benzodiazepinas” era la directora de la oficina bancaria que rechazó la revisión de mi hipoteca. Había temido ser la más vieja del lugar y a la única a la que le encajara “El espíritu del 92” y resultó que buena parte del personal presente me superaba en canas y arrugas.
Entonces recordé que era carnaval. Nos habíamos disfrazado de punkies y estábamos emocionados porque “El entusiamo” es disidencia y disfrazarse de china ya no es una opción.
Sobre este blog
Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
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