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Sobre este blog

Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.

Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.

'Sirat': Epifanía de los cuerpos que bailan

Sergi López en un fotograma de 'Sirat'

Octavio Salazar

9 de junio de 2025 20:03 h

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Como bien explica Vicente Monroy en su imprescindible Breve historia de la oscuridad, vivimos unos tiempos de exceso de luz. Ni siquiera la oscuridad de las habitaciones es tal desde que los móviles, que nos acompañan incluso debajo de la almohada, las iluminan de manera intempestiva. Vivimos permanentemente expuestos, fotografiados, visibles hasta en nuestra intimidad. De esta manera, hemos ido cortando alas a la imaginación, a la dimensión creativa de la inteligencia, a los pensamientos que requieren de lenta cocción como los buenos guisos. Consumimos más productos audiovisuales que nunca pero el mismo verbo, consumir, y el sustantivo, productos, nos dan pistas de cómo y para qué lo hacemos.

De ahí la necesidad de reivindicar, sin melancolía, la oscuridad de las salas como esa especie de útero en el que es posible que se engendre la vida. Ese templo en el que se oficia desde el siglo pasado un ritual cívico que hace que superemos nuestro ombligo y nos sintamos parte de “lo común”. Una suerte de transfiguración o epifanía que para quienes no creemos en dioses es tal vez lo más parecido a la espiritualidad. Pupilas y rostros iluminados, escribe Monroy, como luciérnagas, “contagiándose unos a otros una emoción inconfesable”.

Hacía tiempo que no sentía en una sala de cine lo que el domingo viví con la última película del bellísimo Oliver Laxe. Aunque soy de los que siguen reivindicando una sesión de cine los domingos en sustitución de las misas que tantas heridas me dejaron en mi cuerpo de niño raro, en muy pocas ocasiones he sentido últimamente lo que Sirat me provocó, al tiempo que también sentía que quienes me rodeaban estaban viviendo algo similar. Esa extraña comunión de los extraños. Y eso que de entrada iba mal predispuesto pues las películas anteriores de Laxe no me habían conmovido, ni tampoco lo que había leído de ésta última me generaba de entrada un interés mayúsculo. Sin embargo, desde prácticamente el principio me sentí seducido, como si un encantador de serpientes me hubiera nublado la mente y el corazón, y me adentré en un viaje que, durante dos horas, me llevó por los territorios de la soledad, de los cuidados, de la desesperación y de la violencia.

En este proceso jugó un papel esencial la potencia visual de una película en la que la fotografía, la música, el sonido en general, se alían para arrastrarnos hacia una historia en la que seguimos a unos personajes pero en la que también, de alguna forma, nos estamos viendo a nosotros mismos. Yo sentí que por momentos era el padre que interpreta un magnífico Sergi López, al que nunca antes vi usando su cuerpo con la dimensión expresiva con que lo hace aquí, pero también me vi en la hija perdida, en el hijo pequeño que observa y que pareciera el futuro a punto de romperse, o en todos esos personajes que los acompañan y que, interpretados por actores y actrices no profesionales con una verdad que hiere, nos hablan de las periferias. Cuerpos heridos, almas en búsqueda, la simiente de la única revolución posible. Los nadies. La sociedad de los y de las de Afuera. Nómades: mitad piratas, mitad héroes románticos. Danzarines.

Más allá de su impresionante apuesta técnica y artística, que invalida su visionado en un lugar que no sea el templo que constituye una sala de cine, Sirat acaba conmocionándonos porque nos está ofreciendo un completo retrato de este mundo en el que vivimos una suerte de “disforia generalizada” (Paul B. Preciado). Un planeta en el que, como dice uno de los protagonistas, hace ya tiempo que estamos viviendo el fin del mundo. La búsqueda que emprende Luis, el padre protagonista, es en realidad la de cualquiera de nosotros, y más singularmente la de quienes el sistema condena a una vulnerabilidad que se transforma en precariedad.

Con una mezcla de película de aventuras, Mad Max posmoderno y drama que no renuncia a instantes de emoción que brota desde los vínculos, Sirat acaba siendo una especie de fábula en la que humanos y perros, en el territorio hostil pero hermoso de un desierto africano, van en busca de un paraíso que ni siquiera saben dónde está, mientras que alrededor, como si fuera un videojuego, la violencia se multiplica y estalla como si fuera la única salida lógica a tanta catástrofe a la que nos lleva el sistema depredador que nos expulsa, también, de las salas de cine.

Sirat nos deja mal heridos porque la inteligencia de sus creadores hace que su impresionante belleza se apropie de nuestros sentidos para así llevarnos al núcleo de la tragedia. Una tragedia que es también la nuestra: ¿huir o rebelarnos? Y frente a la que tal vez no quede más salida que bailar y dejar que el cuerpo hable y grite. Pensar con los pies como vindican algunas filósofas feministas. Retar al capitalismo que ha permitido que desconectemos nuestros cuerpos de la tierra: pies descalzos, arena en el rostro, patas de palo como tubería incierta. Frente al cuerpo-máquina, el cuerpo como resistencia, los cuerpos que duermen juntos y que se cuidan, los cuerpos que se alimentan con chocolate compartido, cuerpos humanos y animales en comunión de vulnerabilidad.

Como escribe Silvia Federici en “Elogio del cuerpo que baila”, “nuestra lucha tiene que empezar por reapropiarnos de nuestro cuerpo, por revaluar y redescubrir su capacidad de resistencia y por expandir y celebrar sus poderes, individual y colectivamente”. Y el baile juega un papel esencial en esa reapropiación, y no solo por lo que tiene de metamorfosis personal sino también por lo que genera de comunicación entre extraños. Por eso no creo que sea casual que Laxe nos ubique justo en una de esas fiestas donde de alguna forma se está buscando, aunque pueda parecernos paradójico, una especie de sanación. Esa que, como bien nos muestra un final que nos lleva de la poesía al desasosiego, solo cabrá en la resignificación colectiva de la fragilidad. Ese hilo delgadísimo por el que caminamos a diario, entre el infierno y el paraíso, con el riesgo cada vez más cierto de pisar una bomba que nos transforme en el polvo que seremos. Justo en ese movimiento torpe y miedoso de un pie, o de una pata de palo, reside el origen de la revolución.

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Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.

Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.

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