Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
Ciudadano José Luis o el día que descubrí Wisteria Lane
A simple vista, habito un barrio en el que nunca pasa nada. Los amaneceres son una sinfonía de mirlos y los atardeceres un festival cromático de tonos anaranjados cayendo sobre el verde oscuro de la sierra mientras sopla el viento de poniente. Entre los unos y los otros, la vida transcurre en el anodino acontecer de una capital de provincia venida a más por la fama de un pasado glorioso. Las mañanas cumplen estrictamente con las rutinas de dejar a las criaturas en el cole, correr a la oficina, ir al mercado y practicar algo de deporte en el parque: 20.000 pasos, una sesión de yoga o un ratito de taichi mientras hacen tiempo para regresar a casa a almorzar.
Las tardes son propiedad de los veladores y de la cancha deportiva que hay frente a la escuela donde decenas de familias se reúnen para jugar al vóley, conversar y beber. Si alguien rodara una escena el martes podría repetirla sin variar un plano el jueves y todo parecería igual: un barrio tranquilo en una ciudad en paz y armonía.
En esta Wisteria Lane de saldo que habito son rutinarios hasta los perros. El de mi vecino, por ejemplo, no perdona un solo día sin mearse en la puerta del portal. El animalito aún no ha aprendido a leer y no ha visto el cartel en arial-negrita-40-puntos que hay en la puerta en el que amablemente le animamos a usar la alcantarilla o el alcorque del árbol que hay a 6 metros escasos de la salida, antes de que lo hormigonen. Todo llegará. Que el perro aprenda a leer y que el Ayuntamiento asfixie los árboles de mi calle. Y no son pocos.
Hasta hace cosa de cinco años pasaban de la decena, aunque dos de ellos murieron de un día para otro. Un extraño capítulo examinado con celo por el ingeniero de Montes del 2º-1. Ocurrió justo cuando el bar del extremo sur de la calle decidió poner una de esas terrazas-invernaderos con la incomodidad de tener un árbol enmedio y el del extremo norte se cansó de la suciedad que provocaban en las mesas los frutos del árbol que daba sombra a sus veladores. Así que quedan dos alcorques menos donde excretar. Pero no hay problema porque los perretes han encontrado refugio en la acera de enfrente. Allí no hay bares, sólo los bajos con jardín de los vecinos que ahúman con incienso la calle cada Cuaresma, siguen sin educar a su perro para que deje de ladrar y hablan a voces cada noche. Detalles sin importancia para la población canina, que sólo aprecia el hecho de que nadie interrumpa su intimidad cuando dejan el mojón en el adoquín, adornando con una amplia gama de marrones este escenario ideal que es nuestro barrio.
A esa diversidad cromática contribuyen mucho más si caben las familias deportistas de la cancha de atrás. Cada tarde se ocupan de distribuir con mimo decenas de latas de refrescos y cervezas por toda la calle, culminando su lienzo con una dosis de meada colectiva frente a la valla del colegio. Creo que es en solidaridad con los perretes. O no. El caso es que el olor en el recreo de la escuela debe ser insoportable. Con alguna variación, pandillas adolescentes y familias de celebración recrean la misma costumbre en el parque que tenemos a una manzana de allí. Los primeros ofrecen su arte arrojando colillas y latas de energéticas; los segundos siembran el suelo de restos de globos, platos con restos de tarta y algún matasuegras que otro.
No me negarán que no es un cuadro mi barrio.
Gracias José Luis
Bien, pues el único que desentona en él es José Luis. Hace tiempo que le observo. Acude cada mañana al Parque con una bolsa y guantes. Recorre el camino entrando y saliendo del césped recogiendo las “obras de arte” del vecindario. Lo hace con una paciencia exquisita y una humildad impresionante. Cada vez que llena la bolsa se acerca a alguno de los contenedores que hay en todas y cada una de las puertas de acceso al parque, la vacía y empieza de nuevo.
Lo he visto hacerlo cientos de veces. Yo misma le he imitado en alguno de mis paseos y hoy, por fin, me he parado para darle las gracias. Con humildad, me ha devuelto el cumplido: “gracias a ti por apreciarlo”. Hay que estar ciega para no hacerlo.
José Luis Ramos es un militar retirado. Se crio en el campo y le duele ver basura campando a sus anchas en plena naturaleza. En nuestra conversación me doy cuenta de que ni siquiera juzga a la gente que incívica y repetidamente ensucia el espacio común. Él se detiene a explicarme que los lunes son los días en los que más sentadillas hace, porque José Luis se toma cada recogida como un ejercicio deportivo, pero que ahora en verano casi es igual todos los días “porque viene mucha gente a tomar el fresco y a disfrutar del parque”. Me asombra su entrega y su vocación de servicio público. Yo no logro contener la indignación. No entiendo cómo el vecindario se queja de la falta de limpieza. Como si la empresa municipal de saneamientos fuera la única responsable. Como si la basura se esparciera sola por nuestras calles. José Luis, se encoge de hombros, prefiere no enfadarse.
Vuelvo a agradecérselo y sigo a lo mío. Como todos, según parece.
Sobre este blog
Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
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