Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
Cosas de mujeres
No iba a parar. No tenía ninguna intención de detener la marcha para que bajásemos del autobús, pero nosotras queríamos hacerlo, ¿cómo convencerle?
- Yo: Manuel, tienes que parar
- Él: No
- Yo (otra vez): Sí, hay que parar
- Él (también otra vez): Que no
- Yo (insistente): Que sí
- Y él: Que no
Los pasajeros mascando la tensión mientras uno señala el cartel “Prohibido distraer al conductor”.
- Yo: Tienes que parar porque es una urgencia. Tenemos que comprar “cosas de mujeres”
Frenazo en seco. Apertura de puertas y bajamos.
Lo he hecho. No lo voy a negar. He usado el tabú que oculta nuestra menstruación en mi provecho. No hay nada que asuste más a un hombre blanco heterosexual de mediana edad que todo lo que ocurre en el interior del cuerpo de las mujeres. Da igual que sea su útero que su cerebro. Las “cosas de mujeres” asustan.
A nosotras, no, y al ginecólogo, parece que tampoco, aunque él no ha estado en la conversación de la sala de espera. A lo mejor allí sí se hubiera asustado. En apenas cinco minutos he sabido que la mujer de mi derecha lleva un DIU desde hace 14 años, que la que charla con ella ha tenido dos cesáreas y que ambas tienen una regla muy abundante, “de esas que dices tú, ay madre, la que se me está formando”. Estamos en un centro público, así que el señor que nos espera dentro no ha sido de nuestra elección. Una de las pacientes se siente incómoda. “Es imposible que lo entienda igual”, dice, a lo que la más mayor responde: “anda ya, niña, tiene estudios, seguro que sabe más que muchas”.
A mí tampoco me apetecía, pero no están las listas de espera para rechazar una cita, así que he entrado. Las diosas me lo han compensado con Marina, una estudiante de Medicina en prácticas que está allí aprendiendo. Me han pedido un ratito mi útero y mis ovarios para escarbar y los he dejado. He pensado apuntármelo como tiempo de trabajo por aquéllo de que es su Universidad la que me paga la nómina. Al salir de la consulta he calmado a la joven incómoda: “Dentro hay una mujer, cuéntaselo a ella”. Me ha sonreído y ha dicho que “qué bien, que las cosas de mujeres las entendemos mejor nosotras”.
¿Qué son las cosas de mujeres? Me he preguntado mientras hacía la compra en el barrio. No me he parado a responderme porque he recordado que tenía que comprar una aguja en la mercería. Me ha tocado esperar mientras la dependienta despachaba a una madre que anda preparándole el traje de flamenca a su hija para la Feria de Sevilla porque por fin vendrá la niña a casa, aunque sea para recoger el traje, que desde que se fue a estudiar no aparece, que se lo debe estar pasando de lujo, que esperemos que también esté estudiando, que una ingeniería no se saca fácil. La charla entre las dos se interrumpe para decidir si es mejor el terciopelo o el raso para el adorno del mantón, pero han pasado diez minutos en un verdadero duelo de madres. La dependienta ha visto la ingeniería y el desapego de la hija de la clienta y ha subido la apuesta con el encargo que le ha dejado la suya propia al irse a trabajar a Islandia: “Mamá, te quedas con tu nieta: la gata”. Y ella, que siempre ha odiado a los gatos, ahora anda con mil ojos para evitar que se escape y no salga camino de Islandia también la minina.
Con tanta información en tan poco tiempo no he podido pensar en ¿qué son las cosas de mujeres? Así que he vuelto rápido para dejar la compra y llegar a tiempo a la conferencia de Khadija Amin, periodista afgana refugiada en España tras la llegada al poder de los talibanes. La sala estaba abarrotada de estudiantes. Varias decenas de mujeres jóvenes la escuchan pedir ayuda para las escuelas que clandestinamente educan a las niñas en Afganistán porque los integristas creen que la educación y los libros no son “cosas de mujeres”.
He cometido el error de entrar en Twitter -yo todavía no he llegado a X- para compartir una foto de Khadija y me he encontrado el enésimo campo de nabos en un acto público (las más elegante lo llaman #AllMenPannel), con la consiguiente denuncia de quienes creen que está feo esto de dar voz solo a una parte del mundo. Alguien le ha contestado que miren bien que hay una mesa redonda de chicas hablando de “cosas de mujeres”. Admiro la paciencia de todas. Yo ya no quiero deconstruir a nadie, que hagan lo que quieran.
Así que he salido a correr escuchando la radio que es una cosa que acompaña mucho. Entrevistaban a un concejal de Fiestas que dice que las madres, para ser más madres y más mujeres, van a la peluquería o algo así. “Cosas de mujeres”, dicen. Y me ha dado entre risa y una profunda vergüenza porque no sé qué es más casposo si ser concejal de Fiestas o decir semejante sandez en el prime-time local del año 2024.
Luego he vuelto a casa y he abierto la botella de vino que compramos al bajar del autobús, porque beber con las amigas y contarnos nuestras vidas también son “cosas de mujeres”. Va por ti, Manuel.
P.D: Para más cosas de mujeres, nos vemos el 13 de abril en el Teatro Góngora con Las que cuentan la ciencia.
Sobre este blog
Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
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